Esta semana, por fin hubo fumata blanca en un debate de investidura en el Congreso de los Diputados, y tras el fallido intento de la primera votación del fin de semana pasado, y los intentos que nos condujeron a las elecciones generales de noviembre, finalmente los diputados han sido capaces de elegir un presidente del Gobierno, que será nuevamente Pedro Sánchez.
Ha sido esta la investidura más ajustada de nuestra historia democrática (saliendo adelante por una exigua diferencia de dos votos en el Congreso) y, a su vez, la más bronca que se recuerda, con una tensión que ha sufrido especialmente el diputado de Teruel Existe, Tomás Guitarte, que tuvo que dormir la noche previa al debate de investidura en un lugar desconocido por motivos de seguridad, tras haber recibido cientos de correos electrónicos con amenazas, las cuales también llegaron a las paredes de su pueblo.
No fueron las amenazas recibidas por el diputado turolense las únicas, pero sí ha sido la persona a la que más se han dirigido, por ser un voto clave, teniendo que ponerle el Ministerio del Interior protección policial incluso, un hecho que es lamentable en una democracia, y que recuerda episodios ciertamente oscuros de no hace tanto en País Vasco o Navarra, cuando los pistoleros y aprendices de asesinos decidían quién podía ejercer con total libertad su derecho a la libertad de expresión y quién no.
Es triste que tengamos tan poca memoria de lo peor que nos ha podido pasar como sociedad, y a la vez tan poca cultura democrática, pues se puede protestar pacíficamente por estar en desacuerdo con las opiniones o el sentido del voto de nuestros representantes, pero llegar a las amenazas y las coacciones es sobrepasar con creces la línea roja, y supone atentar no sólo contra nuestro sistema de derechos, sino contra nuestra propia Constitución.
Es por ello que me apena profundamente la polarización que está viviendo nuestra sociedad, y el tono extremadamente bronco que ha envuelto al debate de investidura. En este sentido, me resulta preocupante la falta de señorío de la que ha hecho gala el PP, llamado a ser la derecha civilizada de este país, que no ha tenido remilgos en tirarse al monte y crispar hasta el extremo los ánimos de sus seguidores, entrando al trapo de la estrategia de Vox y Ciudadanos, más acostumbrados quizá a convertir el Congreso en un circo mediático.
De este modo, se inicia el camino para un nuevo Gobierno que empieza a andar con la acusación de ilegitimidad por parte de la oposición, aún y cuando legalmente no se podría alegar dicho hecho, por mucho que moral o políticamente se pueda estar en desacuerdo con los apoyos recibidos en la investidura.
Queda ahora por ver si el nuevo Gobierno aguantará toda la legislatura, o si ésta finaliza antes de tiempo, ya sea por las presiones de una derecha cada vez más alejada del centro, o por el chantaje del independentismo catalán, que por aritmética parlamentaria tiene la capacidad de poner contra las cuerdas al Gobierno.
Asimismo, habrá que ver cómo evoluciona el tono de nuestros políticos, y si el principal partido de la oposición (es decir, el PP) sigue manteniendo un tono tan agresivo como el actual o si, por el contrario, se acaba plegando a la petición de barones como Feijóo o Alfonso Alonso, que piden se rebaje el tono y se trabaje con exigencia pero dentro de la lealtad y el respeto institucional.
Esperemos que haya el sentido de Estado suficiente como para no conducir a nuestra sociedad a una polarización mayor aún, pues hace casi nueve décadas se empezó llevando a los extremos el mensaje político, y se acabó con cientos de miles de españoles criando malvas en una cruenta guerra. Tengamos la memoria suficiente como para no repetir errores pasados.