OPINIóN
Actualizado 01/01/2020
José Amador Martín

El hombre está sentado. Tiene la mano ateridas de frío. Los dedos apoyados en el aire. Está temblando. El día es largo en la ropa. Sostiene el cuerpo con el alma. El alma toma el cuerpo por la cintura y le invita a andar tras el vuelo de los pájaros. Pájaros de escarcha. De invierno el amor de su corazón. El olvido junto al harapo. Los ojos llenos de recuerdos.


En un banco su imagen. Sus sombras. El camino es una ensoñación. La profundidad. Está arrodillado. Mirando al suelo. Tratando de juntar todos los diálogos con las manos. Abrigándose despacio contra su propio abrazo. Los pasos apurados. Le miran. Le confunden.
Los árboles desnudos. Las ramas se extienden más allá de los límites de la pintura del horizonte. La caída de la tarde toca sus ropas. El dolor del trabajo. La voz como queriendo atrapar palabras. El ejercicio solitario del poeta. Las fuerzas le doblegan. Va tomando forma la noche mezclada en sus ropas de estrellas sobre el cielo gris. Presagio de nieve. Los dientes se golpean unos a otros en la boca. Se sumerge su imagen cada vez más dentro de la oscuridad. Nadie se detiene. Está como inmerso en una pintura.


Tiene las manos impresas de caminos. Ternura indefinida. Caricia de los sueños despiertos. El andén roto del hombre. Un barco anclado en un puerto es su memoria ahora. Una niñez prematura. Los huesos pesan. La virtud es tomarse las manos y no perderse las palabras que dice la boca. Mira al cielo hacia abajo porque mirando hacia abajo ve reflejado el cielo. Los pies hechos añicos. El banco con él están sumergidos en la nada. Entre las líneas de los árboles más altos el contorno de su figura traspasa los límites de la pintura. La niebla se mete en los espacios del tiempo. Todo parece abandonarse y el cuerpo del hombre del banco se vuelve aún más ínfimo y se pierde más todavía en los contornos de la pintura como una poesía extendida a lo largo del renglón como si no quisiera acabar con el encanto.

Las monedas cuentan los sueños de los mendigos condenados a esas puertas. Como si la historia quisiera devolverles a otro tiempo muy lejos de allí. Invocando ángeles de luna. Esperando la madrugada para partir ciegos a los números de la cuota social. El hombre, entonces, en la medianoche teje las ideas. Una poesía ata a su mirada haciéndola zarpar de sus ojos hacia la memoria inmensurable. Memoria de amor. La toma con la palabra y la hace marchar con la urgencia de un ejército al corazón. Y la poesía se vuelve oración.

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