OPINIóN
Actualizado 30/12/2019
Eutimio Cuesta

Cada año nace un niño nuevo, a cuyo alumbramiento asistimos todos con grandes alharacas y albricias, sumergidos en burbujas de champán, y embadurnados de confetis y de músicas celestiales y profanas. Suena el villancico.

El alboroto y la alegría, los grandes deseos y los sueños y esperanzas se deslizan y fluyen por calles y plazas sin control. Todo se torna en paroxismo y en bullicio del sano.

Así se recibe a este niño nuevo, que nace cada año. Y las comadres se afanan en ponerlo guapo. Y la madre naturaleza lo colma de regalos, de vestidos dorados de espiga triguera, de pastor con zamarra, de blusa negra y sombrero de lanero y chalán, de abarca y manta de pocero, de labrador de surco derecho y del traje multicolor de los mil oficios... Y también de fiesta dominguera, que relaja, conforta y acerca; por consiguiente, nuestro niño nuevo tiene tantos vestidos como el "Manneken Pis" de Bruselas, pero menos lustrosos, pero sí más polvorientos, más fatigosos y de mayor sudor mugroso, pero tan adorables, reconocidos y admirados, como el "niño de Bruselas" que hace aguas menores en una pila. Y, con el año nuevo, nosotros también nacemos cada año, y estrenamos las mismas cosas, los mismos hatos, los mismos quehaceres y los mismos sueños, porque nosotros también somos ese mismo niño nuevo.

Y, como el niño nuevo echamos a andar, y nos asomamos a la puerta de nuestra casa con nuestro flamante atuendo de chalán, recién estrenado como él, con nuestra blusa negra, que abotona al cuello un botón charro de plata, sombrero de ala ancha y vara de fresno, tiesa como su figura. Y, como este niño, nos hacemos hombres y abandonamos la casa y nos ponemos a trotar por el mundo; y, en esos mundos, anidamos y luchamos para ganarnos el pan; y, para el menester, tenemos que desempeñar muchos oficios: el de chalán, ganadero, agricultor, jornalero, colchonero, herrero, albardero, guarnicionero, pastelero, tendero... Y para que nos identifiquen en esas cocinas tiznadas de esos mundos y de otros paraderos, tenemos que ponernos un mote y así es: al niño-hombre chalán, lo apodamos Ranes, Ñurris, Pernertas, Violeta, Noveno, Bizcocho, Lesmes, Junquera, Gabrieluco, Cantarillas, Bartolo... y así los nombran y así los reconocen los foráneos de otro lugar en el trato; igualmente, ocurre con el lanero: los Burrajos, el Maruso. El Caquis, el Lorenzana, el Confite, el Minuto, el Gumersindo, el Rubio, el Capalaperra, el Julianete, el Esparrama, el Morenito, el Ralín, el Trinque, el Macarro... Y si nos fijamos en la mancera o cogemos el legón para arrancar matas por las fincas del "campo charro", o ablandamos el hierro al calor de la fragua para puntear la reja, o nos ejercitamos en otros menesteres de buen pan, enseñoreamos también nuestro respectivo distintivo del mote.

Y estos niños-hombres, de tanto trajín e inquietud, fallecen y renacen cada año, en el mismo día y a la misma hora, a los sones de trompeta y del tintineo limpio de la campana; y vuelve la alegría y se tiran, en el bautizo, grandes canastos de estrellas blancas.

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