Hay un cierto desencanto con respecto a la política. Puede que se deba a la corrupción, o al auge de los populismos-ni izquierda ni derecha están libres de ellos-, o a la matraca de los nacionalismos, tan en auge entre nosotros. El mayor encanto de la política está, hoy en día, en la búsqueda y en el intento de "alcanzar el cielo" y administrar el Boletín Oficial del Estado, de la comunidad Autónoma o del Ayuntamiento. La consecuencia natural es un gran desprestigio de la política. ¿Cómo devolverle el prestigio que merece?
Los cristianos tenemos dentro del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia principios a los que acudir para redimir este desprestigio de la política. Dentro de las virtudes cristianas, la más importante es la caridad, pues no en vano el Nuevo Testamento define a Dios como Amor. En el caso de la caridad política se trata del amor eficaz a las personas mediante la prosecución del bien común de la sociedad. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas, el bien común. Trabajar por el bien común es la vía institucional, política, de la caridad. Amar al prójimo en el plano social significa servirse de las mediaciones sociales para mejorar su vida, o bien eliminar los factores sociales que causan su indigencia. El esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer miseria, es un acto de caridad.
A lo largo de la historia de occidente, digamos durante los últimos veintisiete o veintiocho siglos, la caridad ha ido inculturándose hasta llegar a transformar sustancialmente las sociedades, generando así cambios culturales profundos. Bien es verdad que la fe cristiana tiene una tendencia innata a la encarnación, a hacerse carne real y social, en contra de una opinión, demasiado extendida hoy en día en ambientes laicistas, que postula el encierro de la fe en el ámbito de la mera conciencia, sin proyección real en la vida pública y su enclaustramiento en las sacristías.
Hay una doble tendencia: la fe cristiana ha influido e influye en la sociedad y en la cultura y los paradigmas culturales y sociales del momento condicionan la vivencia de la fe cristiana. Por ejemplo: es evidente que la fe cristiana influyó para erradicar la esclavitud típica del Imperio Romano, o que los profesores de la Universidad de Salamanca, la mayor parte de ellos frailes, dieron origen al Derecho de Gentes y, andando el tiempo, al Derecho Internacional, cuando se pusieron a defender algo tan espiritual y teológico como era el hecho de que los indios (de la América recién descubierta) sí tenían alma.
Pero también se ha dado el movimiento contrario: la cultura dominante ha influido, a veces, en la fe cristiana de tal manera, que ha llegado a desnaturalizarla y pervertirla. Porque una cosa es dialogar con el materialismo histórico o con el liberalismo económico y otra convertirse en compañeros de viaje y, en algunos casos, tontos útiles del estalinismo o del neoliberalismo radical.
El tema es muy complejo, pero mi fe cristiana me ayuda a tener una visión optimista de la historia y del presente, sin dejar de tener los pies en la tierra, con la esperanza de que el futuro genere un poco más de esperanza para todos. No sé si acabaré atreviéndome, porque el tema es muy complejo y tiene infinidad de matices, pero es mi intención analizar los hechos religiosos, sociales y políticos de los que he sido testigo, para constatar que la influencia del Evangelio y de la fe cristiana ha sido y es positiva en nuestra historia reciente y en nuestro presente y que si, como sociedad, queremos tener futuro, ello no será posible marginando a la fe cristiana. A ver, en muchos lugares y durante mucho tiempo se ha marginado tanto el Evangelio como su expresión visible e institucional, que es, en nuestro caso, la Iglesia. Si se insiste en esa línea secularizadora eso no podrá traer más que males para nuestra sociedad.