OPINIóN
Actualizado 18/12/2019
Manuel Alcántara

La construcción de un relato convincente sobre el que articular el sentido de la vida y las bases de la convivencia entre los seres humanos es un arte que acompaña a nuestra evolución. Impregna a la religión, pero también a la política. En esta, ideas variopintas acuñadas en diferentes etapas del desarrollo de las distintas civilizaciones han desempeñado papeles fundamentales en la construcción del orden político. Una de las más fascinantes es la de la soberanía popular. Gracias a ella se entiende que un concepto relacional abstracto como es el poder, pero que tan firme presencia tiene en cada instante de la existencia, tiene su origen y está depositado en el colectivo que formamos. La máxima de una persona un voto y el extraordinario alcance, y su significado, de los derechos humanos son, sin duda, sus efectos más inmediatos. Los individuos aparecen inequívocamente dotados de un protagonismo superador de diferencias por sexo, raza, lengua y religión. Son demiurgos de sí mismos, pero, a la vez, de la colectividad en que se mueven.

Este escenario, que culmina un largo proceso decantado en los dos últimos siglos, se enfrenta hoy a la revolución digital cuyas pautas ha cambiado radicalmente el comportamiento de hombres y mujeres. Ahora la gente está permanentemente conectada y siente que está al alcance de posibilidades que para una generación atrás eran casi impensable y, a la vez, se mueve en el entorno VUCA (volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad). Se trata de una paradoja interesante puesto que todo resulta virtualmente posible pero el potencial de internet a la hora de destruir nuestro sentido de la escala es enorme. Hoy, buena parte del mundo pasa más tiempo frente a una pantalla que mirando a la cara de quienes son sus interlocutores. Existe una gran mayoría envuelta en historias distópicas que, asimismo, estiman que su afán es ilimitado. Es un marco anónimo, de profunda soledad que, además de nihilista, facilita nuevas formas de acoso en las que el poder adquiere otra connotación.

De pronto, la incitación a salir a la calle, a recibir en la cara un aire tan diferente al del sombrío cuarto del que se sale poco, a sentir el aroma de la gente, el calor del contacto humano, aquella reminiscencia de Nietzsche del confort del establo. Escuchar los gritos pareados de los otros invitando a unir su voz, tan callada, portar las pancartas con soflamas firmes, determinantes, hacer ondear las banderas. Es una sensación de poder real, virtuoso, que se ensalza, gracias a un subidón de la adrenalina, cuando las fuerzas de seguridad están en frente, bestiales, embutidas en las corazas ninja, impersonales, ocultas tras los escudos. El humo que pronto todo lo invade, el agua a presión desde las tanquetas, el fragor de disparos, las piedras que vuelan, el olor de los autos ardiendo, los gritos, las carreras. Las máscaras que se portan, los pasamontañas o la simple capucha, todos son requisitos del carnaval que configura el empoderamiento efímero, pero existencialmente necesario.

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