OPINIóN
Actualizado 16/12/2019
Rubén Martín Vaquero

Ernesto aprovechó la boda de su hermano Luis para comunicárnoslo oficialmente. Fue llano y directo, él que podía ser tan sutil. Ese día el valor puso fin a su indecisión, y fecha a recordar para los futuros aniversarios de su liberación. Ya no podríamos hacernos más los distraídos ante sus paradojas. El mismo día puso en la pared de su habitación la bandera del arco iris, con la que el cielo remata las tormentas y firma la paz con la tierra. Una paz perecedera como todas las de los hombres. Ni a Luis ni a Inés, la novia, les pareció mal. Deberían tenerlo hablado. Quizás otros hubieran pensado que la noticia y los consiguientes comentarios y cuchicheos de la gente restarían protagonismo a los novios, y disminuirían los comentarios sobre la hermosura de la novia y la galanura del novio, pero los mellizos siempre fueron uña y carne. Inés hizo bien en no entrometerse. De tanta generosidad habla su inteligencia.

Los primeros días estuve algo abatido, sin saber muy bien el porqué, como si una sombra me alcanzase, luego se me fue pasando. Soy culpable de alentar la verdad, de vivir una vida sin mentiras; la farsa y los farsantes a los teatros. Seguro que en la boda la noticia fue un clamor subterráneo, que la mirada de algunos se entorpeció de prejuicios. Los primos Alberto, Rosa, Sofía, Israel, Tomás y Rodrigo hicieron de séquito o comitiva, o más bien como una guardia pretoriana acompañándolos con una cercanía cómplice en la ceremonia, en el banquete y en el baile.

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