OPINIóN
Actualizado 11/12/2019
Manuel Alcántara

Hay un relato tan viejo como la propia historia de la humanidad que vincula el deseo con el logro y que, además, santifica este con independencia de su sentido. No se trata de alcanzar bienes materiales concretos, a lo que inveteradamente se refieren la gran mayoría de tradiciones es a llegar. Se vive en un tránsito en el que la voluntad de poder se enseñorea de la existencia.

Poder tener cosas, poder ser feliz, poder encontrar el equilibrio, poder confundirse con la naturaleza. Tener conciencia de que no hay límites y si los hay pueden negociarse. Aspirar a todo y asumir que si no se consigue hay imponderables que son ajenos. Detrás puede estar la lógica de la sumisión, la autoconciencia de limitaciones propias insoportables, el peso de legados de diversa índole, genéticos o de la estructura socioeconómica en la que se nace. Son espacios que se canalizan mediante la autocompasión o a través de cauces religiosos.

La tecnología acompaña al ser humano desde sus albores por lo que no se puede deslindar ninguna etapa de la evolución sin tener en cuenta el estado concreto del conocimiento tecnológico de cada momento. Entendida la "tékne" como la fabricación material que refleja la eficacia de la acción transformadora de lo natural en artificial ha pasado por estadios de mayor o menor ritmo de alteración en los que los avances suponían per se un cambio de época. Los mismos afectaban por partes a distintos colectivos generándose grados de desarrollo desigual.

La presente mutación tecnológica en el ámbito de la información y de la comunicación supone uno de esos hitos trascendentales que, como novedad, conlleva su enorme velocidad en cuanto a su diseminación y, por ende, su carácter universal. Los cambios tecnológicos previos trajeron consigo el empoderamiento de diferentes grupos, pero hoy este es general y ello contribuye a su carácter demiurgo.

Si la política dio un salto de gigante al establecer el principio de la ciudadanía sobre la premisa fundamental de la igualdad donde toda persona tiene un voto, el actual escenario lo ha dado sobre la base de que cada individuo tiene al menos una conexión inalámbrica. De pronto, la gente que venía bullendo desde hace tiempo tiene un instrumento multifuncional. Si Ortega en La rebelión de las masas ya había señalado en 1930 que el hombre-masa era alguien "cuya vida carece de proyecto y va a la deriva? hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro? [que] tiene solo apetititos, cree que tiene solo derechos y no cree que tiene obligaciones", el momento presente no hace sino agudizar ese diagnóstico. A este individuo egocéntrico que no tiene ideas sino creencias, que es el producto de la exacerbación de la sociedad de consumo y que, como señalaba Nietzsche, le gusta vivir en manada, la revolución tecnológica le hace sentir como nunca que todo es posible, ingenuamente.

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