OPINIóN
Actualizado 30/11/2019
Tomás González Blázquez

Hay días mundiales para casi todo, y también lazos de un color determinado para abrazar las causas más variopintas, pero pocos con más trayectoria que el 1 de diciembre que sensibiliza y el lazo rojo que identifica con la lucha (ahora la ONU prefiere acción) contra el SIDA, enfermedad de reciente aparición pero sostenido y duro reto para la humanidad. Actuar contra el SIDA, ¡luchar!, abarca la prevención, el tratamiento y la rehabilitación de cada persona que se ve afectada por esta enfermedad. La persona, sí, tantas veces excluida y marginada, más aún cuando un diagnóstico tan estigmatizador se añade a estigmas previos, cuando la carga viral se suma a otras cargas anteriores no cuantificables en un análisis clínico. La persona es el centro, con nombre y apellidos, aunque el SIDA se haya pasado de moda porque ya no aterra tanto como en los ochenta. Siempre un peligro bajar la guardia, por mucho que las terapias antirretrovirales hayan progresado.

En ese momento crucial de la acogida, de poner a la persona en el centro, tiene la puerta abierta una casa en Salamanca desde hace veinticinco años. Es la casa de acogida para personas afectadas por VIH/SIDA que Cáritas Diocesana ofrece como una apertura a la esperanza. Desde 2009 es la Casa Samuel, y aunque el lugar ha cambiado la esencia permanece. Pude conocerla y enriquecerme con ella durante cuatro años en su anterior ubicación, junto a la iglesia nueva del Arrabal, por lo que me siento partícipe de este feliz 25º aniversario. Cada tarde de jueves cruzaba el Puente Nuevo y puedo asegurar que por la noche regresaba a la margen derecha del Tormes nuevo como el puente. No orgulloso, ni con la conciencia atenuada, sino alegre y más interrogado. Cuando ponía nombre a los días, escribí sobre ellos, sobre la Casa. Releerlo ahora, sin necesidad de volver a escribir sus nombres pero distinguiéndolos con la nitidez de las horas importantes, me empuja, otra vez, a la gratitud.

Los jueves eran para mí un quejido de dolor y un canto a la vida: Hoy pedía morirse de una vez y pronto encontró motivos para seguir viviendo: el amigo que trabaja de sol a sol, el hermano con la clavícula rota, la hija de la foto de la mesilla... Es el pan nuestro de cada jueves, que se hace silencio o herida, que busca (supongo) y encuentra (espero), que toma carne en el hombre y no deja de gritar. Eran horas muertas muy vivas y paseos en animada tertulia: Fue el entretenimiento hasta casi la Plaza, mientras me hablaba de sus cuentos de la lechera con la casa de Zamora, esa cuya cerradura le habían cambiado unos familiares mal avenidos. Me temo que unas largas semanas en Topas habían puesto tierra de por medio con los pocos lazos que tuviera con el resto del mundo. Me habló de Oslo, de Italia, de los excesos en Marbella, donde siempre vivió este muy viajado hombre de ojos celestes, canoso y descuidado. Sin "el bicho" (ése no, otros sí), pero con nosotros. No sé muy bien cómo fue a parar a la casa, pero había llegado. También habitaciones de hospital y preguntas sin respuesta: La procesión irá por los adentros, tocando con la punta de los dedos unas afueras de sonrisas forzadas. Rictus de resignación. Curvas y hojarasca. Batas blancas. Cánulas. Toses. Vasos de agua duros de roer. Tardes dicharacheras de verano que son sólo recuerdos en mañanas calladas de invierno. Pañuelos al cuello. Ojos al frente. De espaldas a la musa y al lienzo. Hijos que no vienen. Que ya no vendrán. Copas de encinas tupidas de amargura en la calle de los silencios. Una calle Melancolía de terrazas con vistas a las que da vértigo asomarse porque la muerte es nítido horizonte. Los jueves eran rostros familiares, porque aquello era, es, un hogar, que da cien granos por uno: Era alma libre y caminante, ya sin pies ni brazos con que acarrear sus viajes: y la frente empapada de sudor. Era corazón ancho, a fuerza de guerras con los pulmones: apenas oxígeno. Era mente serpenteante, como el Duero arribando abajo, como el garabato de sus eternos folios en blanco, de sus aguas turbulentas ahora para siempre remansadas. Era y es, y esto hemos celebrado hoy. Desde la casa debías sentir cómo nos quedábamos sin aire en las ruedas por el camino y sin lágrimas en los ojos por los amigos. Seguro que has escuchado la guitarra de Belén, las manos estrechadas en la paz de los hermanos y la música de un acordeón invitando al recuerdo, dibujando el atardecer, entonando esa gran verdad de que la muerte no es el final...

Llegó para mí un penúltimo jueves en la Casa, nuestra Casa, mi Casa donde tanto aprendí: He hecho una lista y me salen más de sesenta nombres de maestros: residentes, trabajadores, voluntarios. Lecciones de vida, una tras otra. Aburrimiento y carcajadas. Caídas en picado y recuperaciones a fuerza de tesón. Sonrisas conquistadas en un mar de lágrimas. Palabras de ánimo, de agradecimiento, de dolor. Elocuentes silencios. Reuniones provechosas, proyectos siempre vivos, testimonios y campañas. Horas de hospital. Trasiego de muletas y sillas de ruedas. Español con deje gitano o con acento granaíno (¿español?), portugués, checo, lingala. Hijos y mujeres dejados atrás, puertas de iglesias, exilios, reformatorios, celdas de aislamiento. Despedidas y entierros, vidas nuevas, vueltas a casa. Pero siempre La Casa. Nuestra Casa.

¡Felices veinticinco años, Casa Samuel! ¡Enhorabuena, Cáritas Diocesana, medalla de oro de Salamanca! ¡Gracias por tanto!

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