La boda de Isabel con Fernando de Aragón, celebrada en Valladolid en 1469 y ajena al visto bueno de Enrique IV como determinaba el pacto de los Toros de Guisando, desencadenó otra vez la tensión en Castilla. El rey volvió a declarar heredera a su hija Juana, la que algunos consideraban realmente engendrada por Beltrán de la Cueva.
Isabel, por su parte, no renunció a sus derechos al trono, y cuando Enrique falleció el 11 de diciembre de 1474 se hizo coronar en Segovia como reina de Castilla y León, sin la presencia de Fernando. En su marcha triunfal ordenó al caballero Gutierre de Cárdenas que precediese a la comitiva con una espada desnuda sujeta por la punta, símbolo de autoridad en Castilla. Hasta entonces ninguna mujer se había atrevido a levantarla.
La coronación de Isabel no tuvo una aceptación general. Hubo nobles, eclesiásticos y ciudades castellanas que no la acataron, porque para ellos la heredera legítima era Juana apodada la Beltraneja. En defensa de los derechos de Juana salió su tío, Afonso V de Portugal, que se casó con ella e invadió Castilla con tropas portuguesas que, unidas a las mesnadas de los castellanos juanistas, iniciaron lo que sería una guerra de Sucesión que duró cuatro años.
En Salamanca, las familias del bando de Santo Tomé se decantaron por Juana y las de San Benito se encuadraron en el partido isabelino. Ensangrentados innecesariamente los campos, se firmó la paz en el Tratado de Alcaçovas (1479), donde Isabel y Fernando reconocieron la soberanía de Portugal sobre las islas de Cabo Verde y Azores y el monopolio portugués sobre las tierras africanas situadas al sur del paralelo que pasa al mediodía de las islas Canarias.
Los portugueses, además de aceptar la soberanía castellana sobre el archipiélago, reconocieron a Isabel como reina de Castilla y de León. Juana vivió el resto de sus días en Portugal, donde gozó del título y sobrenombre de "A Excelente Senhora".