Los días grises de otoño me ponen irremediablemente triste. Este año desconozco que sortilegio han traído las lluvias perezosas de noviembre pero ayer vinieron a cantar las mañanitas frente a mi ventana una procesión de jóvenes sin litrona ondeando tocas con los siete colores universitarios; el padre Putas con las pupilas de la Casa de Mancebía que venían a una revisión de la conciencia en la catedral; la Mariseca que de un salto se plantó en el alfeizar de mi ventana; los monjes hospitalarios de San Juan llevando a hombros a las emparedadas de su iglesia; el Severísimo Patriarca de Alejandría que se descolgó de la fachada de la Casa de las Muertes con un orfeón de irlandeses; las Comendadoras de Santiago porque les dio la gana con el Cristo de los Milagros a hombros, que llamó a confusión porque las gentes creyeron que lo sacaban para que lloviera; un retén de los visigodos, que hicieron la agachadita y apenas se les veía; el capellán del Cid Campeador que al sentir el barullo se acercó con el Cristo de las Batallas por si había que repartir algún mamporro; las vendedoras de las coloristas gargantillas de San Blas que estaban por bendecir; los peregrinos del Camino de Santiago solicitando posada y mantel; el Batallón de Voluntarios del Cantón Charro dispuestos a pedir la independencia de Salamanca; el regidor Rodrigo Arias Maldonado, canciller de la Orden de Santiago, con un concha de oro de su palacio y hasta el Doncel del San Martín mandó una adhesión incondicional disculpando su ausencia, pero no podía dejar de sujetar los muros de la iglesia porque se vendría abajo.