OPINIóN
Actualizado 13/11/2019
Manuel Alcántara

La mayor parte del orden socioeconómico está basada en la confianza entre los individuos. Sucede en las relaciones interpersonales y en el ámbito del mercado. Durante siglos, y en no importa que cultura, el valor de la palabra, el apretón de manos, el abrazo, la reclinación de la cabeza, los escritos firmados han supuesto las formas de explicitarla. Para afianzarla más se llegó a la figura del fedatario que trascendía lo estrictamente privado al ámbito público. Si bien su naturaleza es fundamentalmente individual también puede afianzarse en el nivel colectivo. Las personas confían o no, pero también los grupos.

Asimismo, en el ámbito político siempre se combinaron formas de confianza entre personas con otras con relación a las instituciones. La interacción en lo acaecido entre los distintos órdenes ha sido una constante de larga data. La confianza interpersonal configura el capital social que es básico para el funcionamiento de la política que, a su vez, requiere de grados de confianza mínima en las reglas que la definen. Para Max Weber sobre la confianza se yergue la legitimidad, pilar fundamental del poder.

Sin embargo, hay elementos conceptuales nada ajenos que ayudan a entender este tipo de relación de manera precisa. Se trata de la verdad y de la seguridad. La primera supone cierto tipo de adecuación entre la realidad y el conocimiento. La segunda ofrece un nivel mínimo de garantías en torno a la propia existencia. Ambas tienen un fuerte componente subjetivo y se apoyan en un laborioso proceso de construcción sociocultural en el que la comunicación desempeña un papel fundamental. Así las cosas, la implosión irrestricta de las TICS ha cambiado radicalmente el escenario.

Hoy la verdad se convierte en el veredicto de un refrendo constante de audiencias y da paso a la posverdad donde los hechos objetivos influyen menos que las emociones o las creencias personales en la conformación de la opinión pública. Por su parte, la seguridad, que da el paso a la ciberseguridad como asunto fundamental en la agenda global, se haya enredada en un mundo proceloso donde los guardianes encargados de suministrarla se encuentran al albur de grandes corporaciones globales. El resultado es el de un contexto definido por fronteras difusas, contenidos movedizos, relatos alternativos y desconfianza rampante. En él se abre un marco insólito que es el de las "fake news", no por su novedad, ya que las verdades a medias o las mentiras sin más siempre estuvieron presentes en la política, sino por su impacto por hacerse virales.

Por otro lado, el dominio de las emociones ha impulsado aun más la subjetividad que trae consigo la existencia de relatos autónomos. Estos se acoplan a los gustos o inquietudes de cada uno haciendo que la confianza se establezca sobre códigos individuales gestándose una pluralidad de relatos difíciles de coordinar. De hecho, la floración de un sinnúmero de razones espurias es la nota predominante. Aquí la gestión de la confianza se alza como un reto insoslayable sin que haya administrador alguno.

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