Escribo mientras esperamos haciendo las cuentas de la vieja, las cuentas del Gran Capitán, el escaño repartido entre los montoncitos de papeletas volanderas, amontonadas con el mimo de quien no ha olvidado lo normal y lo excepcional que es organizar este duelo de voluntades y hacerlo así, con calma, esa calma, esa normalidad. La misma con la que un señor, a mi lado, mientras contemplo la mesa escolar ?verde sólida, igual para todos- cubierta de montoncitos blancos, marrones, agarra una papeleta de VOX así, como si fuera lo más normal del mundo. Una papeleta que comparte espacio con el logo inocente, casi infantil del PACMA. Es la ceremonia de la normalidad, el rito que no debería repetirse tan pronto, pero que nos devuelve a lo mejor que tenemos.
América Latina arde de indignación, se desangra de luchas en la calle, la cintura estrecha se quiebra con la violencia continuada que ya no es carne de titulares, sino de muerte, de exilio, de carne de mara. Y mientras, a nuestro lado, cerca, muy cerca, ya no hablamos de los campamentos en los que se hacinan los desheredados ¿A alguien le importa un continente oscuro y siempre cercano al desastre? ¿Acabaron las guerras, los abusos, las fronteras erizadas? Nosotros, con la calma del domingo y de la organización bien engrasada, votamos, vamos, venimos, somos, estamos y no nos damos cuenta de la gloriosa normalidad con la que vivimos, privilegiados siempre.
Y qué calma desprende la España callada, la Castilla interior, la pequeña ciudad provinciana. Acabamos en Astorga al abrigo de los Panero, buscando el rastro barcelonés de un Gaudí al que no le gustaba viajar y menos le gustaría el poblachón frío y secular de la Maragatería. De ahí ese aire sobrio, de ahí ese deseo de esconder la paleta del color a la hora de hacerle al obispo catalán nombrado en León, un palacio episcopal a la medida de la sobriedad castellana. La misma que comía y bebía en el barro pobre de sus alfares, la misma que dejaba la porcelana china para los pocos privilegiados. Porque es barro popular, arcilla cocida, pasado por el juaguete y dibujado en greda el que adorna los nervios, las arterias, el sistema circulatorio del interior del Palacio Episcopal de Astorga. Y no puedo por menos que admirar la decisión, el detalle sobrio, original, un tributo a la sencillez de una tierra aferrada a sus tradiciones. Palacio de la fantasía, sigue con los pies bien anclados a la tierra, prodigio de normalidad con el eco de los Güell. Detalle que nos devuelve lo diario, lo consabido, lo propio, lo que nos da la seguridad de lo que siempre estará a nuestro lado. Esa calma, esa protección.
Hoy en la normalidad en la que no reparamos, en la calma de disfrutamos, en el sosiego que otros no tienen, pienso en ese detalle popular, casi pobre que eligiera Gaudí para ornar un palacio. Pienso en la España calmada del interior, que vive el futuro envuelta en su secular calma de campanas y cigüeñas. Frío y escarcha que todo lo detiene. Normalidad que nos asombra, mientras dentro del Palacio, las nervaduras de la fantasía se cubren de normal, cotidiana, diaria arcilla de todos los trabajos y los días. Días como estos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez.