Me pregunto cuándo dejé de escribir sobre política. Me mece la prosa poética del otoño, el gusto por la ciudad letrada, por la ciudad provinciana, por el tiempo ocre y detenido del arado, de la lluvia sosegada, de las rutinas diarias. Me dejo llevar por la plaza resbaladiza, la promesa de las setas, el tiempo de una vendimia aterciopelada, tierra labrada, nubes bajas que acarician la línea del horizonte? sin embargo, la realidad se impone con esa fealdad agresiva, mentirosa, falaz, insistente. La mentira, el grito, la riada que todo lo lleva en una andanada de odio? y ni siquiera los bosques, las niñas como duendes, los tiempos delicados, la copa roja del racimo conjuran la maldad.
Una maldad que es triste, de mal gusto. Una maldad que miente en las portadas, ladra en los mítines, cierra las puertas, obvia las fosas comunes y deja a un lado todo lo que necesitamos ?esa legislación que de una vez por todas castigue a quien viola repetida, atrozmente a una mujer desvanecida de espanto- para aferrarse al privilegio con uñas y dientes? Una maldad con márgenes tan cercanos que puedo olerlos, tocarlos, verlos, más allá de la verja con la que tratamos de proteger a los niños, más allá del patio, más allá del silencio. Envueltos en su música atroz, tocados de sus gorras que son como yelmos, esperan para gritarnos, para agredirnos con su sola mirada. Son aquellos que no tienen dónde ir porque el sistema les ha dejado en el limbo de la nada: ni educación ni trabajo, ni ganas. Vienen a la verja como si echaran de menos aquella disciplina que no les gustaba. Y vienen envueltos en sus logos de pega, en su música que denigra, en su aire amenazador. Son los malos de la película, aquellos que no tienen en qué dar y nos rodean, son aquellos que quizás trapichean, o no, sencillamente están ahí, mirándonos como habitantes de otro mundo? y a su lado, ellas, ellas con sus caderas hacia adelante, sus vientres desnudos, sus licras agresivas. Ellas con sus largas, lacias melenas y sus uñas altivas. Ellas que algún día denunciarán o no a este muchacho que ahora las toma de la cintura con aire posesivo. Son el adorno del macho, son el trofeo de la guerra. Son las futuras víctimas que retirarán la denuncia cuando toda la maquinaria feroz del maltrato se haya puesto en funcionamiento.
Las miro desde el patio. Solo a ellas. Las miro preguntándome por qué no están en el aula, por qué un día decidieron pasar la mañana en la calle y no a cubierto del sistema. Me pregunto qué hacen aquellos a los que después de tanto apoyo, les negamos el pan y la sal con la edad que los expulsa a los márgenes del sistema educativo. Son los malos. Ahí están, afuera. Y nos miran ¿Qué hacer cuando nada se tiene excepto alimentar el resentimiento? Destrozar como en Barcelona, arrasarlo todo con razón o sin convencimiento. Mientras, más allá de la verja, los políticos siguen enzarzados en una campaña breve pero intensa. No salen de su círculo de protección, no saben de nada. Hablan para el vacío y pretenden convencernos mientras nosotros, los de a pie del todo, contemplamos el vacío preguntándonos quién va a resolver todo esto. Y lo único que sabemos es que no hay salida sino volver el rostro, dejar lo malo e inclinarse sobre la tierra bendecida por la lluvia. Ellos, habitantes de otro mundo, siguen ahí, esperándonos, empapados de desesperanza.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez.