OPINIóN
Actualizado 04/11/2019
Rubén Martín Vaquero

A Castilla le arreglaron un matrimonio desgraciado, desigual, interesado, bueno sólo para satisfacer la ambición personal y familiar de los instigadores. A Castilla la engañaron. La estrellaron contra el muro del macizo ibérico sin convencimiento o asomo de convencimiento. Sus ansias juveniles fueron ahogadas por la alianza con un viejo país, de maneras viejas y viejos temores, que lastró su vigor. A nadie le importó y menos que a nadie a los magnates del reino, que no esperaban otra cosa que su propio beneficio?

Castilla era una joven mujer, varonil quizá pero no asexuada, buena para la pelea y para el amor si es bien tratada. Firme, recia, incluso marcial en ocasiones, difícilmente se la pueda satisfacer con dichos o con modales. Parca, brutal a fuer de sincera, directa hasta un punto indefinido a medio camino entre la virtud y la crueldad, no soporta la mezquindad de los actos ni la doblez de las palabras; la africana luz del día y la negrura de la noche como los fríos de enero y los rigores de agosto, dejan poco lugar para el matiz y para el juego de los sentidos.

Castilla ruda, vigorosa, ágil, áspera de movimientos, inexperta quizá en las lides de un amor mucho más imaginado que real, ésta insumisa doncella sería capaz de los mayores sacrificios si estuviese ilusionada u obligada por la ley natural. Las formas, buena cosa le importan a ella las formas, absorta como está en su tarea.

Castilla; femenino, singular; un pedazo de naturaleza de frialdad incandescente, atrapado, aplastado entre el azul del cielo y el pardo de la estepa. Novia joven, pero no ociosa, marcada desde la infancia por la responsabilidad excesiva, por el cuidado de la familia, por el trabajo y las privaciones. Joven, pero no crédula; difícilmente se obtendrá de ella la sumisa sonrisa de la complaciente dama del regadío.

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