La mutilación genital femenina es una forma de violencia de género y una de las formas de violación de derechos que afectan de manera más desproporcionada a mujeres y niñas.
Irene Núñez Corrochano
Activista por los Derechos Humanos
El pasado 6 de febrero se celebró, como todos los años desde que se adoptó tal día por la subcomisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Día Internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina; fecha que este 2019 se ha recibido con la noticia de que Sierra Leona, a finales de enero, se sumaba a los países que la prohíben, tras presentar una de las tasas más altas en África.
Por mutilación genital femenina (en adelante MGF) se entiende, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), "aquellos procedimientos consistentes en la resección parcial o total de los genitales externos femeninos, así como otras lesiones de los órganos genitales femeninos por motivos no médicos". En otras palabras, consiste en la extirpación parcial o total de los órganos genitales femeninos.
La ONU considera que la MGF está concentrada en unos 30 países alrededor del mundo pertenecientes, principalmente, a África, Oriente Medio y Asia. No obstante, otras zonas del mundo también se ven afectadas, como Sudamérica y ciertos países europeos (el 25% de las víctimas que acuden a intervenciones de reconstrucción del clítoris en Cataluña son nacidas en España, de acuerdo con la información proporcionada por la Fundación Dexeus Mujer). Su expansión se ve reflejada en los datos del informe publicado por UNICEF (2016), los cuales ponen de manifiesto que esta práctica ya ha afectado a unos 200 millones de niñas en todo el mundo y otros 86 millones podrían estar en riesgo de aquí a 2030, según la OMS.
Las consecuencias de la MGF no solo son lesiones físicas (actualmente penadas en el artículo 149.2 de nuestro Código Penal), sino también una serie de graves secuelas psicológicas que marcan a las víctimas de por vida. Por la magnitud manifiesta, se pide desde varias instancias (entre ellas Amnistía Internacional) que se considere la MGF como una forma de violencia de género, por constituir un acto de violencia y una de las formas de violación de derechos que afectan de manera más desproporcionada a mujeres y niñas. En este sentido, Asha Ismail (activista keniana por los derechos humanos y fundadora de la asociación Save a Girl Save a Generation) afirma que la MGF "no es una cuestión de ricos o pobres, sino que es un tema cultural, de tradiciones", sin distinción alguna, por tanto, de clase social, religión o nivel educativo, lo que complica enormemente la intervención y, a su vez, señalar a los responsables.
Pese a lo mucho que aún queda por recorrer en esta materia, lo cierto es que, conforme a encuestas realizadas por UNICEF en el año 2013, en la mayoría de los países en los que se lleva a cabo la MGF existe una marcada oposición a ella. El informe que recoge dichas encuestas destaca, por otro lado, el papel fundamental que tienen las madres en la prevención, así como la educación y la necesidad de medidas que complementen la legislación en aras de trabajar con las tradiciones culturales locales y no, sin embargo, contra ellas, intentando modificar de esta manera las actitudes individuales, para lo que es fundamental eliminar el estigma que supone el abandono de esta práctica dentro de cada comunidad.