OPINIóN
Actualizado 28/10/2019
Rubén Martín Vaquero

El ejército de aquel país siempre atacaba hacia adentro. Se desconoce el origen de este hecho insólito pero las mentes más preclaras del reino culpaban del fenómeno a una epidemia de bacilos agazapados en las arengas, o a las pulgas de la bubónica ocultas en las costuras de los uniformes, o algún sortilegio que arrastrasen desde las primeras falcatas, porque ciudadanos pacíficos y respetuosos con el poder civil era ponerse el uniforme y empuñar las armas, y sin saber cómo les entraban unas ganas desmedidas de atacarse ellos mismos e incluso de invadirse.

Cansados de este desquiciamiento que saturaba los hospitales y abarrotaba los parques de héroes, las altas autoridades de aquella nación, militares naturalmente, decidieron que las pistolas fueran de caramelo; los fusiles de cuerdas y tapón de corcho; los misiles piñatas de colorines repletos de chucherías; los aviones de papel; las espadas, sables y bayonetas de gomaespuma; las granadas de hojaldre y merengue; los carros de combate los transformaron en carritos de los helados y las batallas navales pasaron a celebrarse en los estanques públicos con cáscaras de nuez.

Lo cierto fue que lo solucionaron para siempre y desde entonces todas las guerras que estallaron han quedado en tablas.

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