El ejército de aquel país siempre atacaba hacia adentro. Se desconoce el origen de este hecho insólito pero las mentes más preclaras del reino culpaban del fenómeno a una epidemia de bacilos agazapados en las arengas, o a las pulgas de la bubónica ocultas en las costuras de los uniformes, o algún sortilegio que arrastrasen desde las primeras falcatas, porque ciudadanos pacíficos y respetuosos con el poder civil era ponerse el uniforme y empuñar las armas, y sin saber cómo les entraban unas ganas desmedidas de atacarse ellos mismos e incluso de invadirse.
Cansados de este desquiciamiento que saturaba los hospitales y abarrotaba los parques de héroes, las altas autoridades de aquella nación, militares naturalmente, decidieron que las pistolas fueran de caramelo; los fusiles de cuerdas y tapón de corcho; los misiles piñatas de colorines repletos de chucherías; los aviones de papel; las espadas, sables y bayonetas de gomaespuma; las granadas de hojaldre y merengue; los carros de combate los transformaron en carritos de los helados y las batallas navales pasaron a celebrarse en los estanques públicos con cáscaras de nuez.
Lo cierto fue que lo solucionaron para siempre y desde entonces todas las guerras que estallaron han quedado en tablas.