OPINIóN
Actualizado 22/10/2019
Fernando Robustillo

Estos días con el bullicio de las manifestaciones y violentos altercados de Cataluña vistos por distintos canales de televisión, hemos escuchado boutades como la de conceder la culpa de todo lo ocurrido en Cataluña a la televisión: "saca imágenes que no d

Y como nosotros venimos de aquellos otros tiempos en los que mandaba un señor bajito y con bigote, ahora de actualidad con su pendiente traslado a un nicho idóneo por su condición de terrestre y no tanto de venerable en una basílica, no podemos dejar de recordar su omnímodo poder en todas las facetas de la sociedad. También en televisión.

Como anecdótico, señalar que en aquellos días de franquismo, pocos años después de comenzar a emitir RTVE (esta comenzó en nuestro país en 1956), un crítico de periódico calificó de "mala" la retransmisión efectuada por el presentador del festival de los Coros y Danzas de la Sección Femenina, por lo que el ministro de Información y Turismo del momento decidió de manera silogística que "siendo esta la televisión del Estado, hacer crítica de la televisión es también hacer crítica del Estado", por lo que aquel periódico hubo de disculparse y hacer una reestructuración de mandos.

Así de salomónico era el franquismo y su mentor. Y hemos de señalar que lo dicho es una anécdota menor pero piramidal. En el franquismo mandaba Franco, y el dictador era tan listo que lo que hacía lo realizaba siempre de manera sibilina, con lo que deberían hacer una revisión de Franco los directores de "La Condesa de Llanzol", que le caricaturizaron mal en una serie de televisión, y tampoco ha estado acertado con "su" Franco el señor Amenábar en su película "Mientras dure la guerra".

En ambos casos lo presentan como un ser ausente y medio bobaina, y como no lo creo y le conocí -y si fue falto deberíamos disculparle de sus acciones- podemos contar una anécdota de Franco que nos faculta para todo lo contrario. En un Consejo, cuando exponía el ministro de Información y Turismo los inicios de la televisión -medio de comunicación del que Franco siempre sospechó su gran poder político-, explicaba las bondades y perjuicios que podía significar para el Estado la aparición de tal ingenio, y en el momento de ir a pronunciar la persona más idónea como primer director general del Ente, Franco le hizo callar secamente y le dijo: "Fulanito", justo la última persona que hubiera propuesto aquel ministro por ser de carácter poco moldeable para él. Y no hubo discusión. Con esto, en la cincuentena de su vida, podemos señalar que para lo importante Franco siempre cabalgaba por encima de sus ministros.

Y no se trata de que tengamos que aprender de Franco, pero en estos días, con las manifestaciones y violentos altercados que se han podido ver por distintos canales de televisión -la prensa trabajando con casco-, se ha podido comprobar que aquella importancia que el dictador le dio al Ente fue una profecía (de nada, franquistas, que en gloria esté pero que no vuelva ni de cabo) y esto es coincidente con una encuesta reciente en la que se preguntaba a los ciudadanos por la manera de enterarse de la política, en la que una gran mayoría lo achacaban a la televisión.

Hoy día existen muchos medios, pero para lo bueno y para lo malo podemos decir que la televisión sirve imágenes de manera cómoda a un sector de personas pasivas o a otras en sus ratos de descanso -muy informadas todas, pero en no pocos casos con un voto alado.

He ahí, de siempre, por crear opinión, el respeto de los políticos a "la caja tonta", una caja que, paradójicamente y en algunos casos se ha vuelto bicéfala: por un canal nos sirven intereses de un signo político (o banalidad) y por otro se involucran con las reivindicaciones del signo contrario. Y todo ello con canales propiedad del mismo dueño.

Estos días, a causa de las sentencias de los condenados por el Procés del 1 de octubre de 2017, España ha ardido en televisión, bien digo, España, también Cataluña, porque la mayoría de los españoles consideran y considerarán como España la autonomía catalana, y ver una ciudad descompuesta, esperpento de lo que siempre fue Barcelona, ha infundido temor, aunque haya quedado el consuelo de no asistir a un "entierro protesta".

La lástima es que esta lucha sea por amparar a la bohemia independentista del 3 %, que podía haber convertido a Barcelona en Warcelona, como se podía leer en una pancarta.

Casi todo lo hemos visto por televisión y el ciudadano normal, ni violento ni ladrón -¡vergüenza las imágenes!- lamenta que el conflicto haya estigmatizado las próximas elecciones.

La mayoría de los españoles no quieren 155, ni violentos, ni piolines, ni fuerza, ni ocurrencias, ni políticos iluminados, sino mucho sentido común. Veremos.

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