Cuando la política institucional es incapaz de gestionar el conflicto, cuando el estado de derecho se mece al albur de intereses espurios o de agentes desprolijos, cuando la izquierda confunde liberación con hegemonía y ambas con exclusión, cuando la clase política solo mira en términos del corto plazo, cuando un determinado grupo social quiere imponer sobre el resto un rotundo modelo de vida, cuando la alienación de ciertos sectores vislumbra que solo lo heroico tiene sentido, cuando el espacio público es vituperado y concebido como un lugar de abuso, cuando hay personas que no tienen nada que perder porque su vida se mueve entre la anomia y lo lumpen, cuando hay individuos que hacen negocio con los sentimientos de otros, cuando uno estima que su identidad es superior a la del vecino que, además, le inspira desprecio, cuando los medios de comunicación están felices por involucrarse en la fiesta por aquello de la necesaria y urgente cobertura, entonces hay gente en la calle.
Masas en Quito y en Barcelona, lo vernáculo -indigenismo, nacionalismo- como si se tratara del motor de la historia es el eje de una acción colectiva trepidante que alimenta el incendio de la Contraloría General del Estado, borrando todas las pruebas contra el anterior mandatario y sus conmilitones, o que provoca la cancelación de cientos de vuelos en el aeropuerto del Prat. Violencia del estado y contra el estado, lo público se convierte en un erial. Decenas de heridos entre los manifestantes y la policía, siete muertos en Ecuador. Brutalidad. Detenidos de toda suerte: políticos, militantes, personas "de bien", desesperados de la vida, soldados de fortuna, algunos que pasaban por allí. La lucha, ahora más que nunca, por el relato, por la definición de quien es el enemigo y la instrumentalización de sujetos colectivos que llevan años, décadas, siglos configurándose en una suerte de agonía que hoy cree que le ha llegado el momento de su redención definitiva.
Rafael Correa, ex presidente de Ecuador, nunca dejó la calle a nadie que no fueran sus seguidores y se aseguró durante su larga década de mando que el movimiento indígena se diluyera como nunca en la historia del país. De igual manera, pero más de tres décadas antes, Manuel Fraga, ministro del Interior en España, gritaba: "la calle es mía", aunque nunca realmente lo fuera y menos en Euskadi. La ironía de aquella bravata es que justo al mismo tiempo Paco Ibáñez popularizaba con su canción los versos de Gabriel Celaya: "¡A la calle! que ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo". Pero hoy hay muy poco novedoso que anunciar. La sinrazón del griterío oculta el vacío de individuos aislados que al calor de la masa dan sentido a su existencia. La supuesta épica con la que muchos caminan con las banderas como capas sacando pecho o con los pasamontañas encubriendo el rostro refleja la banalidad de los que, endiosados, desconocen de quien es realmente la calle.