OPINIóN
Actualizado 10/10/2019
Valentín Martín

Según Lars Von Trier, melancolía es un planeta que viene hacia la tierra. Espero que sea para mejorarnos, aunque algunos no se fíen de los daneses tan dados a suicidarse. Ese enorme ejercicio de libertad recibe siempre un maltrato mediterráneo porque se supone que vivir es un oficio que has de ejercer hasta la muerte. Pero no puedes irte en un tránsito digno, sino en una agonía sin paracetamol a la manera que Teresa de Calcuta obligó a millones de indios pobres. Y encima la hacen santa, diosbendito.

La melancolía da mucho de sí siempre, en la garganta rota de Sabina o en la inaudita sensibilidad de María Teresa León que a veces escribió en prosa una poesía mejor que la de su marido Rafael Alberti. Esa es la melancolía de los vencejos que se despeñan en los crepúsculos aunque saben que lo suyo con el vacío tiene las tardes contadas, porque el tiempo siempre es un prófugo. Una melancolía que tuvo las trenzas dispuestas para el olvido.

Pero nadie interpreta este estadio sentimental como Miguel Ángel Yusta, que con su poemario "Reflejos en un espejo roto" nos dice que desde la melancolía también se puede vivir. Si le preguntas a él, te dirá que ha escrito un libro de amor, de desamor y de esperanza. Para el hombre y para la paz. Pero el libro es más, porque Miguel Ángel Yusta se habita en él muchas veces, y alarga el tiempo para llegar a sí mismo después de dar vueltas por tantos mundos. Él es un poeta que está siempre de viaje.

Antes de este libro, Miguel Ángel Yusta nos había enseñado a mirar la geografía de los antaños, en "Pasajero de Otoño" o "Ayer fue sombra". Nunca nadie había fortificado la memoria para agarrar las nalgas del pasado con tanta dulzura, aunque para eso haya tenido que cribar al niño ametrallado que fue y exterminar la dureza de las esterilidades.

En toda la poesía de Miguel Ángel Yusta no hay un musgo de cólera sino esa melancolía activa que nos hace más adictos a aquellos besos y a estas matinales todavía enamoradas de los milagros.

Un día le dije a este gran aragonés que es un poeta pitón con las ganas de un jeque, y el corazón en los amigos y los nietos. Me dejé en el bolsillo más cosas. La primera, que cuando escribe lo hace como hablan los hombres, vigoroso y tranquilo pero sin ninguna sedación. La segunda, que nadie como él para catar el sabor a trigo de la lírica popular -especialmente la copla- y no parar de escribirla. La tercera, que puede prescindir de las metáforas y entregárselas a alguna vanidad porque él no las necesita. Y podría continuar de pie, junto al semblante de su cierzo, nombrando actitudes, ciudades, músicas, pasiones.

La noche niega el día, dice a veces. En sus libros no se ve nunca la piedra del escepticismo, aunque él pronuncie esa palabra para quedarse a vivir en ella. Lo que se ve, lo que se toca, es siempre un nacimiento, un mañana solar, aunque venga del silencio de la tarde que quedó ya atrás y sigue muy habladora.

Digo que Miguel Ángel Yusta es una selva de variaciones acústicas y no una mansión quieta y prudente. Por eso cada uno de sus libros, cada una de sus aportaciones a la literatura, a la crítica periodística, es todo un universo que suena como laten todas las criaturas vivas.

Llegar a la obra de Miguel Ángel Yusta es muy fácil, basta con dejarse llevar por la tentación. Y si la pruebas, ya sabes que no todas las cosas hermosas del mundo son mentira.

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