Fue un susurro tan solo en apariencia porque dentro había millones de campanas repitiendo el mismo coro de la luz. La hoja voló a golpes: erizaba de temblores el silencio. Vino hacia mí y se engarzó en mi pelo, aferrándose. Hablaba. Decía este crujido del otoño que anticipa el olor de las castañas y prepara el paladar para las cuerdas del frío. Algo tembló y quise entonces ovillar este rumor, traerlo a casa: guardé la hoja en uno de mis libros.
Los árboles amarillean en los bordes y el sol demora menos en los días. Mi casa hierve de brisa, la tetera despeina sus volutas y la miel hace sus grumos de contralto en terciopelos de sabor junto al papel.
Los libros se me van quedando abiertos. Yo me ocupo de sembrarlos en mis ojos para que el viento no me los desgaje. Voy y vuelo e insisto con las líneas, me trepidan, se me tuercen, me condensan en fragores que se tejen con las médulas del aire y borro todo, otra vez, desde el principio.
La hoja color que cruje dice cosas. Se apoya en esta página y en una ventolera se levanta y decide asentarse en otro párrafo. Así, su piecito deviene en aguja de brújula y me muestra lo que debo leer. Mi casa se ha convertido en la marea, la hoja baila, y cae, sobre un papel cualquiera y voy armando los pedazos de aquella nueva historia que se gesta, que necesita que yo cierre las ventanas y que baje hasta la gruta que contiene los sonidos para encontrar el manantial de las semillas y empezar, otra vez, a cincelarme.
Una hoja de otoño se asienta en una hoja de libro en redundancia cómplice. Aquí dice que hay tiempo para todo. ¿También cuando he cubierto los celajes en la prisa de segar los horizontes para llenar las cajitas del deber? Habla bajito. Me acerco. Veo sus cuántas nervaduras por las que ahora solo corre la quietud del reposarse, una forma diferente de molicie que celebra, poso a poso, su nueva lentitud. Va cayendo el otoño entre los pasos; nos regala esta miel, esta espuma de luz adormecida sobre la que saltan los niños.
Se posa el otoño, se apacienta, invita a dar las gracias y a mirar, con sus dorados, la aurora del insomnio. Es tiempo de abrevar, de desandar el cauce para poder volver a verlo. Es la ocasión de hacer espacio a la paciencia de los árboles que se disponen a dormir. Las mañanas están llenas de estrellas a las siete; al despejar la claraboya, se mete en casa toda la galaxia y empieza a preguntarme las cosas más difíciles como el por qué o el hacia dónde y nos ponemos metafísicas las dos. Ahora, con la niebla, sé que ha llegado este momento.
Tiempo de dar gracias a las sandías con kilos de verano, a las horas del sol empedernido y a vosotros, mis lectores, cuya buena voluntad ha recibido estas mis líneas como al viajero que son: con un plato de generosidad que se desborda encima de la mesa y los brazos, de los ojos que me leen, tan abiertos. Esta columna debe ahora acurrucarse en la bruma para poder repostar. Si vosotros tenéis a bien dejar un candil en la ventana por donde yo pueda volver, cada primer viernes de mes, para contaros lo nuevo que encuentre, aquí estaré. Tengo trabajo por hacer. Tengo semillas por sembrar y es necesario que las cuide como os cuido, en mi corazón, a cada uno de vosotros.
Cuando empecé a escribir este suelto, en febrero del año pasado, nunca pensé que el camino sería como el de Ítaca, tan lleno de coral, ébano y ámbar, y perfumes placenteros de mil clases. Nunca pensé que sería el lugar para volcar, por fin, sobre el teclado esta pasión, esta fruición, esta herida pertinaz de la literatura por la que no me queda más remedio que vivir a toda costa para aprender a escribir, para aprender y aprender de quienes saben. Ha sido así este regalo: un mazo de llaves en las manos para encenderme de luz algunas puertas que me dormían por dentro a cal y canto. Gracias. No tengo yo palabras más que gracias. A todos vosotros. Y a ti, Charo Alonso, por haber tenido la intuición de plantarme delante de este abismo y decir vuela, tal cual, como los pájaros.
Salgo para crecerme, pues, las alas. Gracias a todos los que me habéis templado el aire, gracias por vuestra compañía y por leerme los pinitos, pues ha sido más que el oro para mí. Este receso es para crecerme bien las alas. Más y mejor, porque quiero mereceros.
Las hojas de los libros se alborotan, me están llamando y yo debo acudir. Los árboles se visten de naranja. Y está encendida la promesa de los ciclos.
©Catalina García García-Herreros
Salamanca, 4 de octubre de 2019