Doris Day, la novia que más amó América durante decenas de años (20 dura el amor, según Isabel Allende), ha muerto sola y hablando con sus gatos.
Se casó cinco veces, un cáncer le mató al único hijo que tuvo, una década pasó sin ver a su nieto, llevaba mucho tiempo de la cocina al salón y del salón a la cocina, era una viejita sin dientes, pero la imagen que queda de ella es la joven alegre y feliz que iluminó la pantalla. Nada más lejos de la realidad.
Si eso sucede en la literatura, mucho mejor para todos. El valor de un libro, o de toda una carrera literaria, es más alto cuanto más lejos esté de la persona que lo ha escrito. Así sube de tamaño un escritor. Pero hay veces que se nota, se palpa, se sabe con certeza quién está detrás del laboreo de una entrega a la literatura.
Porque hay libros sordos de tanto dar voces. Las gafas de Sibelius no bastarían para arrancarles enaguas y besarles las ingles como los ángeles hembra llegan volando y a los caballos del primer relincho de sus quince años les susurran que se aguanten los números primos y las primas también. Eso era antes. Ahora los que saben dicen que todas las niñas de Navocob empiezan sus primeros versos a los trece coma seis. La coma en su sitio como los muertos ebrios en los cementerios extraños de Londres o las fosas de entretiempo que para el estío soñarán sueños delgados donde los peregrinitos se fueron a vivir. Qué putada el cuervo que se ceba sobre el abuelo acostumbrado a habitar los rincones y comer carne humana los viernes de amor.
Cada día se suicidan en esta sola nación 6 hombres y alguna mujer, de los que nadie habla nunca como si estuvieran dormidos o se hubieran ido de viaje al otro extremo del mundo donde el olvido se da un festín. Hay libros sordos de tanto dar voces, sí.
Tantos abalorios hasta sepultan paisajes pero no hay nada que hacer con quienes quieren oírse en su propio ruido y les basta y se bastan a sí mismos sin advertir que sus pasos morirán muy pronto en el eco de una calle muy próxima donde la noche ni siquiera se asoma las ventanas a ver la lluvia que al caer despierta infancias y nombres.
La escritura es el riesgo, dice Ana Garrido entre la jara que premia a una poeta que escucha y sabe beber. Ella acude a la piedad de la noche y no a las lavanderas de Yerma donde cada una lleva el agua a su libro mientras no aprenderán nunca a callar y a escuchar o a leer.
Ana Garrido desnuda de zambras y con la proximidad de latidos en las alas está acostumbrada a esquivar arrobamientos y poner hiedra sobre el papel de arroz para que nazcan libros callados acaso como espejismos y no es cierto que gaste más luz que la necesaria para nacer.
Niño de pocas palabras, conozco por ella la piedad de la nieve, que la hierba ya me la sabía desde que me fui de casa hollando futuros que están por llegar o no llegarán nunca. Qué más da si en este ahora débil leo sus versos y veo perder el sentido a todas las interrogaciones.
Ya no necesito fastuosas claridades ni cámaras secretas donde guarecerse por precaución de los vestidos de colores o la lujuria del pan moreno que oyes sin querer. Desde los vocablos de Ana Garrido, desde estos soplos en los renglones de Ana Garrido, he aprendido más a amar los destiempos, las negaciones, la destrucción, las convivencias, alguna crueldad.
El saldo es bueno.
Propongo la desnudez de la palabra y, si hace falta, la desnudez colectiva de toda la tribu también. La palabra se basta por sí misma, no necesita el ejemplo de las princesas bizcas, ni pasar de isla a archipiélago, mejor pradera para ciudades sin nombre donde la hermosura sale a tomar el sol que matorrales ocultando quizás la inocencia de un pardal.
A un ciempiés le sobra siempre noventa y ocho pies.
Así que viajero de mis viejas lluvias, vuelvo a mí mismo como Doris Day nunca se fue de sus gatos y sí de sus maridos. Ayuda mucho en el viaje saber que hay poetas que no necesitan aullar a la luna para que sepamos de ellas. Hablo de Ana Garrido pulcra y en carne viva siempre.