La sensación de ver una corrida de toros o un festejo menor es que ya está todo inventado en el toreo, que el muestrario de suertes está ya tan gastado y amortizado que impera el aburrimiento y el sopor en el caso de quienes llevamos muchos años viendo toros.
Por eso cuando aparece un torero como Antonio Ferrera en este negocio que denominamos artístico y que en la mayoría de los casos no es más que la realización talentosa y más o menos hábil de un oficio mecánico (léase Juli, Manzanares, etc..etc?.), cuando aparece alguien como Ferrera, digo, se sorprende uno con todas las de la ley. Porque el extremeño improvisa constantemente (es un decir, claro) ante la cara del toro, hace cosas nunca vistas y, sobretodo, desarrolla un concepto de tauromaquia original, amoroso, de extremada lentitud y cuidadosa armonía.
De todo ello se desprende un sugestivo poder de seducción que rompe moldes y nos reconcilia con el toreo como un ejercicio de expresión artística fundamentalmente. Y eso nos gusta.