¿Cuántas veces se dice que no existe? ¿Cuánto tiempo llevamos intentando aprehenderla, medirla? Pretendemos dar sentido a las cosas que nos rodean y nos urgimos a la hora de definirlas cabalmente. Lo mismo sucede con respecto a nosotros mismos. ¿Qué es todo esto realmente? Primero fue la magia, luego la razón. La humanidad vive desde sus albores en un bucle que le lleva de una a otra. Pareciera que no hubiera salida. En la quintaesencia de ese paroxismo ahora nos topamos con la inteligencia artificial. Nos movemos en la sociedad del algoritmo que no hace sino enredarnos más porque los datos que generamos continua y masivamente constituyen una réplica nuestra al infinito que pueden dibujar anticipadamente muchas facetas de la existencia. Acongojados, presentimos que hay demasiados aspectos que se nos escapan, decisiones que parece que tomamos libremente, pero que ya están prefijadas. Entonces, sentimos que mucho de lo que nos embarga es un fraude. Por ello nos ausentamos en mundos paralelos: fantasías, ensueños, introspección a tope.
Sin embargo, hay agobios permanentes que tienen formas explícitas. Unos conllevan la factura de lo que adeudamos porque nos sabemos responsables, sin saber bien de dónde nos viene esa querencia a atender las consecuencias de nuestros actos: el pago de la hipoteca, del colegio privado de los niños, la cobertura de la tarjeta de crédito, el cuidado de la madre nonagenaria. Otros devienen del contexto inmediato donde vivimos: el tiempo perdido en ir y regresar del trabajo, la pulsión consumista, la soledad abrumadora, la violencia y la inseguridad presente en la convivencia diaria. Son desasosiegos que nos fatigan y que, si bien los entendemos perfectamente, pues sabemos definirlos con precisión y conocemos sus efectos, no dejan de generarnos un estado de profunda congoja. Ello no conlleva de manera necesaria y automática el escapismo, aunque sin duda sea una respuesta válida. Evadir la realidad es una fórmula típica de actuación. Pero, casi siempre, es una fuga somera, un benigno acto temporal de ficción.
Camino por las calles del que fue mi barrio hace medio siglo. Sé que mi mera presencia allí es una manera de hacer fluir recuerdos que dibujarían un panorama distinto al que me rodea. No obstante, lo rehúyo. No quiero confundirme. Es un acto que traiciona a lo que es uno, pero coherente con cierta filosofía del caminante errante: andar sin prejuicios. ¿Es eso posible? Ahora ya no solo consiste en bloquear el pasado, mi historia personal, se trata de impedir el acceso a mi mente de otras imágenes, de sonidos y olores de ciudades recientes por cuyas avenidas he perdido mis pasos, de la lluvia. Estoy confundido. Siento que las aceras que piso, la sombra de los árboles que me cobijan, las caras de la gente con la que me cruzo, las tiendas que dejo de lado, el tráfico sosegado que fluye por la calle principal, son apenas retazos de un escenario que me deja frío. Necesito trampear con esa realidad que golpea mis sentidos, dejar volar mi imaginación.