OPINIóN
Actualizado 17/08/2019
José Ramón Serrano Piedecasas

Amos Oz ha muerto hace un año. Siempre le he leído con fruición, admiración y cierta envidia. Envidia de la buena. Esa que te hace desear, para la próxima reencarnación, poseer una sensibilidad como la suya. Tómese lo dicho como mera licencia literaria: ni hay Más Allá, ni hay Más Acá. Paradoja de las paradojas. La madre de Amos Oz se suicidó. Un día, cuenta él, se fue de la casa familiar al hotel de una ciudad lejana. Allí murió en soledad. Amos Oz odió a su padre por omiso, a su madre por abandonarle y se odio por no haberla amado suficientemente. A los doce años se hizo viejo. Fue dando tumbos de un Kibutz a otro. Allí convivió con decenas de niños y niñas y unos pocos padres y madres que se encargaban de su cuidado y educación. Tuvo suerte y no la tuvo. Él quería tener, en exclusiva, un padre y una madre. Como desean todos los niños. No pudo ser. A los dieciséis años le pusieron un fusil en la mano. Una guerra, dos guerras, tres guerras. Siempre abogó por el entendimiento entre palestinos e israelitas. Tampoco tuvo suerte. Alguien asesinó a Isaak Rabin por querer reconocer al estado palestino. Poco después, el movimiento Shalom Ajshav ("Paz Ahora"), del que Amos Oz era fundador, se extingue. La extrema derecha se encargó de hacerlo, incluso a tiros. Por fin, llegó el LIKUD. Nacionalismo exacerbado, culto a la bandera, exaltación del héroe, neoliberalismo salvaje, asentamientos ilegales, corrupción y a los independentistas, en este caso los palestinos, el consabido "a por ellos". Resulta asombroso cómo la historia se repite aquí, allá y acullá.

Volvamos a Amos. A los sesenta y tres años publicó su mejor obra: "Una historia de amor y oscuridad". Un relato colectivo. Relato de sabras y de emigrantes que hablaban yiddish. Una babel de lenguas, en suma. De gentes empavorecidas y llenas de un insano y comprensible odio. Amos Oz, en su madurez, supo que él era uno más de tal colectivo. Aprendió a mirarse desde lejos con cierta ironía. En efecto, escribe: "cuando me acuesto lo hago con una multitud". Quería decir: lo hago con mis ancestros, con mis padres, mis kibutzs, mis colegas, también con mis enemigos. Yo soy una multitud. Su madre era una multitud. La pobre heredó una tristeza inmensa. Quizás, de algún pariente que vivía en un mísero shtelt ucraniano. Se subió al tren de mercancías sin que nadie la obligara a hacerlo. Esas decisiones se tomaban con frecuencia en el campo de concentración de Westerbork. Etty Hillesum dejó escrito en su diario: "las personas cuando sufren demasiado se rompen por dentro".

En todo caso, Amos Oz, sabedor de que compartía cama con muchas gentes logró reconciliarse con su madre, con su padre, con su pueblo y con él mismo. Al fin, les entendió y se entendió. De ahí que escribiera buscando curación. Esas heridas, sin embargo, nunca terminan de cicatrizar
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