OPINIóN
Actualizado 07/08/2019
Manuel Alcántara

En los tiempos que transcurren de predominio de la identidad hay resquicios que suponen un alivio frente a tamaño atosigamiento. Pero no es fácil. En primer lugar, hay que tener en cuenta que contestar a la cuestión de quién es uno o aceptar el encasillamiento que hacen los demás de uno es complejo. Más complicado aun es mantener cierta coherencia, hacer que el sambenito con el que nos movemos sea perdurable por un lapso no demasiado corto. No son tiempos más arduos que otros. De hecho, esta cuestión del esclarecimiento de donde se está parado o del alineamiento con determinadas manías, sectas o grupos trascendentales es un asunto viejo. Se vincula con el origen de la humanidad. Posiblemente lo que sí es novedoso es el ruido que conlleva el proceso, consecuencia inevitable del mayor número de gentes que habitamos el planeta y del incremento abrumador de los altavoces comunicacionales al uso.

También es reciente la conciencia de la multiplicidad, es decir, del hecho de que hoy se tiene claro que se puede ser varias cosas a la vez, que las identidades no tienen por qué ser excluyentes. Sin embargo, hay cofradías que están empeñadas en defender la trascendencia, cuando no supremacía, de una única fórmula identitaria. Sea la raza, la religión, la lengua, la nación, el sexo -o la orientación sexual-, además de otras formas mucho más particulares del devenir humano. Pero hay, así mismo, una inveterada tradición a vivir en el equívoco, en el terreno de lo indefinido. Se trata de existencias entre aguas donde la vaguedad se adueña de su sentido. Reivindican la imprecisión sin que signifique caer en la confusión. Hay congéneres que se sienten nerviosos ante ello, otros que tienen miedo, los más desean hacer borrón y cuenta nueva eliminando de raíz la anomalía que supone esa especie de disidencia. Los menos, aceptan la ambigüedad y callan o loan.

Lleva allí toda su vida. Conoce a los nietos, a los hijos, de aquellas parejas que llegaron hace 40 años al inmueble de quince viviendas. Apenas si ha habido cambios entre los inquilinos. Cultiva modales educados que amparan su actitud de servicio. Aunque hay unas ordenanzas municipales, su predisposición es permanente. A cualquier hora está disponible y tampoco suele tomar vacaciones. Todo parece explícito. Decenas de roles se entremezclan en el afán cotidiano. Él observa. Hace sus cábalas y su composición de lugar de quién es quién y qué pequeñas circunstancias modifican hábitos, introducen penas o alegrías. Sabe que por mucho que pretenda conocer de aquellas andanzas todo permanece en el reino de lo ambiguo; sus vidas, la suya. Habida cuenta de su mutismo amable y de la coraza que fue construyendo a lo largo del tiempo, dejaron de preguntarle hace mucho cualquier cosa que no tuviera que ver con su quehacer preciso. Aunque cada mañana se viste con el uniforme, él siente que no es el portero, pero no sabe responderse a sí mismo quién es. Tampoco ellos saben que está en otro sitio.

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