OPINIóN
Actualizado 01/08/2019
Celia Corral Cañas

Cada persona habla un idioma único en el mundo, por eso cada vez que muere un ser humano se extingue una lengua y cada vez que un bebé empieza a balbucear comienza a esbozarse una lengua nueva. Es imposible ser nativo de las lenguas de los otros pero se pueden llegar a conocer bien, muy bien. También se pueden ignorar para siempre y hay quien opta por vivir aferrado al silencio.

Cada palabra es nueva en cada voz, nueva es su piel, nuevo su organismo interior que no descansa nunca y que la hace respirar, oler, desordenarse, estar viva. El acento propio solo existe si existen los otros, tú no podrías advertirlo, no podrías conocerte en la palabra sin escuchar cómo se desnuda en otras bocas, cómo se descascara, cómo palpita y se estremece.

No, no podrías conocerte en la palabra sin conocer los idiomas ajenos, los nuestros, porque, probablemente, sin los otros, sin nosotros, no habría palabra, no habría voz. Y por eso es emocionante que convivan más de siete mil quinientos millones de idiomas en el mundo, aunque tú y yo nunca lleguemos a conocer salvo a una minúscula parte de una minúscula parte de una minúscula parte y aun así tan inmensa que no llegaremos a conocerla realmente nunca.

Ojalá todos los ojalás del mundo coincidan algún día y se escuchen mutuamente. Ojalá los más de siete mil quinientos millones de ojalás converjan por un momento con todas sus diferencias en un sentir común, justo antes de pisar el continente subjuntivo y comenzar su ruta, en ese viaje trasatlántico en el que, desde el mar, todo es posible.

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