La tuvimos en la misma playa en la que obtenemos de las olas la suavidad y la fuerza que el cuerpo de secano necesita, al menos por unos días al año. La tuvimos allí, en las vacaciones, y plantada sobre la arena rezamos a su alrededor, y luego nos pusimos todos mirando al Mediterráneo para pedir que descansen en paz y que brille para ellos la luz eterna. Sí, no lo puedo ignorar, el mar que me conforta, que me relaja, que divierte a mis hijos y que me reencuentra con ellos, es un inmenso y anónimo cementerio. Fue un responso de horizonte infinito y alma encogida, porque éramos conscientes de que, aunque no la veíamos, África estaba al fondo. Y debajo. Y como si no existiera tantas veces.
Primera estación de un vía crucis con la Cruz de Lampedusa: "África condenada a muerte". Como la que sufrieron hace ya casi seis años los migrantes que se amontonaban en una barcaza de la que apenas quedan esas maderas azuladas con la que el artista Francesco Tuccio confeccionó una Cruz peregrina, enviada por el mismo Papa a gritar silenciosa y proféticamente. Murieron en el azul Mediterráneo, en el bello Mediterráneo, en el sereno cementerio Mare Nostrum. Apenas les separaban unos metros de la costa italiana a aquellos más de trescientos. Pero no pudo ser para ellos. Como parece que nunca puede ser para África, que ya ha caído una, dos, tres y un millón de veces, a la que muchas de las falsas verónicas que se le acercan apenas captan la fotografía sin mirar a sus ojos, y a la que los falsos cireneos no le soportan el peso sino que le meten el dedo en la llaga del hombro. Los hay verdaderos, claro que sí, pero son muchos menos y mucho menos poderosos. Aunque tengan el poder del consuelo que sostiene su fe. Aunque su vida entregada tenga el mayor de los sentidos. Pero? falta más. Faltamos nosotros, todos los que miramos al mar y no vemos África al fondo. Casi ni debajo. Como si no existiera para nosotros.
Primera estación de un vía lucis con la Cruz de Lampedusa: "África resucitará". Porque no puede ser que la esperanza de vida de casi todos los africanos no llegue a los sesenta y cinco (¡en 2019!), y que en bastantes países apenas supere la cincuentena. Porque no puede ser que la segunda epidemia de Ébola más mortífera de la historia esté avanzando sin control por las regiones del Congo y apenas se hable de ello, o que los niños de Madagascar se mueran de sarampión porque no pueden pagarse las vacunas, las mismas que son rechazadas pese a su gratuidad en otras latitudes más afortunadas. En Madagascar hasta hubo más de cien muertos por la peste: fue en 2017, no estamos hablando del siglo XIV.
Tiene que resucitar África, porque no puede ser tampoco que la diplomacia internacional ignore decenas de conflictos armados y hambrunas, ni que, si se han agotado esas vías del despacho, se desestime la presencia de los ejércitos occidentales allí donde es necesario que se frene primero la violencia (no con más violencia, pero sí con la fuerza militar si es preciso) y que los africanos coman para que sea posible esa justa resurrección, después de que la descolonización dejara el continente agonizando y estas décadas convulsas lo hayan terminado de sepultar.
Sobre la arena de la playa, aquel viernes primero de julio, contemplamos la Cruz de Lampedusa, que es la misma Cruz de África, que no es otra que la Cruz de Jesús. Ésa que hoy sigue escandalizando a muchas mentes pretendidamente libres y solemnemente solidarias. No es locura. No es necedad. Es su fuerza y su sabiduría.