OPINIóN
Actualizado 24/07/2019
José Amador Martín

Desde la ciudad de Santa Marta, uniéndose al paisaje urbano que está creando mediante la humanización de sus edificios a través de una galería de arte urbana el perfil inconfundible de la ciudad de Salamanca se recorta, sobre el horizonte

Desde la ciudad de Santa Marta, uniéndose al paisaje urbano que está creando mediante la humanización de sus edificios a través de una galería de arte urbana el perfil inconfundible de la ciudad de Salamanca se recorta, sobre el horizonte, bajo distintos cielos. Una imponente línea áurea brilla con la luz del sol. La Catedral y sus torres sagradas se alzan en el cielo y flotan sobre la ciudad, que dominan, y la elevan a los dominios sublimes de las almas sensibles, metamorfoseándola en una ciudad aérea o celestial, confundida con la traslúcida Luz de las nubes. Un imponente mural sobre el espacio infinito de la tarde que tiene su punto más bello en los meses de verano y principalmente en el mes de julio, al atardecer. Desde la atalaya de la explanada de la depuradora de agua, día a día la contemplación de la puesta de sol es un espectáculo único.

La ciudad de Salamanca en esta contemplación es más profunda, más íntima, más silenciosa y subliminalmente entra en nuestra mente sin que apenas nos demos cuenta. En esta ciudad las personas no están. No hacen falta. Las masas de los edificios son suficientes para recordarnos lo que no sabemos ver. Es la soledad solo acompañada por el lenguaje silencioso y perenne de la ciudad callada.

Su luz no queda dentro sino irradia la vastedad de sus alrededores. La cámara me permite tocar emocionado la luz y la belleza, su concepto de ciudad eterna en el tiempo y en la vida de sus habitantes, en mi capacidad de mirarla desde fuera encuentro su interior y siento el influjo de un sueño sujeto a su memoria.

La poética de la mirada se vincula así a la fotografía y la contemplación hace que la descripción sea un auténtico paisaje de ventana, aquel paisaje que todos los días vemos y que termina por acostumbrarnos sin que ello suponga falta de emoción al contemplar los cielos de los amaneceres y atardeceres

La ciudad ardiendo, en la tarde, a la puesta del sol es un poema, navega el día en el rojo púr­pura, con inmensa calma. En las islas de las miradas crece el bosque de luces con rojas cabezas en el espa­cio claro. Y de lo pro­fundo de oscuros abis­mos resuena el sonido de los bosques, como susurros de cítaras. La oscuri­dad se derrama a poniente y se alza, rodeada de un negro manto, la noche, sub­lime sobre coturnos de som­bra. El sol se abraza a Dios, bajo él la ciudad se quiebra y sus lla­mas caen oblicuas de los ojos. Avan­zan som­bras y luces.

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