"Mejor no hacer planes e improvisar que, para eso, la vida ya estaba suficientemente cuadriculada"


OPINIóN
Actualizado 19/07/2019
Redacción

Con mucha saturación por el trabajo, ansiaba su primer día libre tras mucho anhelarlo. Había pensado con frecuencia a qué lo dedicaría. Sin duda, se levantaría tarde, sin hora, sin prisa, se prepararía un buen desayuno, uno de esos que tanto le gustaban cuando tenía tiempo: una bandeja con un vaso enorme de zumo natural, recién exprimido, un plato con rodajas de un kiwi recién pelado, una tostada hecha con calma, sobre la que extendería una loncha de queso fresco, y su humeante café (que no faltaba jamás, ni siquiera cuando tenía mucha prisa, porque no iba a renunciar también a su aroma tras la ducha diaria). Y después, lo que viniera. Mejor no hacer planes e improvisar que, para eso, la vida ya estaba suficientemente cuadriculada.

Con un poco de agobio le dio tiempo a terminar todo el trabajo que le quedaba pendiente, colocó cada una de las cosas en su sitio, dejó su mesa perfectamente ordenada, como siempre, esperando que a la vuelta de su merecido descanso no aparecieran excesivas tareas acumuladas (sonrió, girando la cabeza suavemente hacia un lado y hacia otro, porque sabía que este era un sueño imposible) y entre bromas y buenos deseos se despidió de sus compañeros, con besos, palmadas y, bajo el dintel de la puerta, oscilaciones de mano girando levemente su muñeca y una sonrisa de oreja a oreja como si fuera miembro de la realeza, generando risas y comentarios de mucha envidia ajena.

Salió a la calle y se sumió en el ruido de los coches, en el ir y venir de la vida, que se veía con otra perspectiva.

Pasó por el supermercado para comprar queso fresco y unos kiwis, porque naranjas ya tenía, algo de jamón de york para la cena y unos tomates. Pagó en la caja. Cogió su vuelta, y salió haciendo chocar las monedas en la mano, a modo de música, hasta que las guardó en el monedero.

Volvió a los sonidos de la ciudad hasta llegar a casa, vio el correo, cenó y tras hacer unas llamadas a unos amigos para hacer planes para el día siguiente, se fue, con agotamiento, a dormir.

A la mañana siguiente se despertó sin ayuda tras un sueño profundo. Con esa misma alegría del día anterior, puso la radio, pero esta vez conectó una emisora de música. Las vacaciones tenían que empezar bien y había que hacer lo posible por romper con las rutinas.

Se dio una buena ducha, aspirando la humedad del vapor y el olor a gel, se secó con energía, se puso un pijama corto limpio para estar a gusto, y empezó a cantar mientras se preparaba ese desayuno que había imaginado. Tras cepillarse los dientes y vestirse con ropa más informal que de costumbre, cogió todo menos el móvil, que decidió dejar en casa por un día. Iría al centro comercial a comprarse algo de ropa y después a la quedada con sus amigos.

Una vez allí, seleccionó lo que quería mientras tarareaba la música movida que sonaba en el ambiente, y entró en el probador, echó el pestillito, colocó las perchas con las prendas en uno de los ganchos, se fue quitando su ropa y probando la nueva. Eligió lo que compraría. La música de pronto había dejado de sonar. Se vistió de nuevo con su ropa. Se colocó un poco el pelo. Le extrañó que no comenzara un nuevo tema. Fue a abrir el pestillito. Y no pudo. La puerta no se abrió. Nunca.

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