Dicen que enamorarse es una cosa muy sencilla que empieza en la corteza cerebral y acaba en la dopamina. Hombre, dicho así, sencillo, sencillo no parece. Ya puestitos, mejor la definición de Laura Pausini sobre lo que le sucede a Malú con Albert Rivera. Yo creo que es más fácil la propuesta firme de la mi mujer: las cosas buenas se hacen y no se dicen. Porque de autoproclamaciones como referencia moral uno está ya hasta el gorro. Este es un país de golpes de estado vanidosos para dictar conductas. Y a lo mejor es todo más sencillo: a enamorarse, que es muy bueno para la piel y otras cosas. Distinto es que uno tenga dudas o miedo. Porque si todo empieza donde dicen ¿los calvos somos más vulnerables a las viudas negras?
No se puede decir que a esto de enamorarse acudamos sin precedentes. En la literatura nos han tratado de enseñar todos y en casi todos los idiomas. Ahí están Jane Austen, Ángeles Mastretta, Laura Esquivel, Milan Kundera, León Tolstoi, García Márquez, Margaret Mitchell, Margerite Duras, Nabokov, o el mismo Vargas Llosa, aunque este más en la vida que en los libros, porque iba de la tía a la prima hasta que en la edad tardía que dice Luis Landero pasó lo que pasó. En esto seguía en la práctica lo que Gabriel y Galán proponía: enamorarse siempre de una mujer que se pareciese a la madre. Y no sigo con escritores porque me echan del periódico por falta de espacio.
En el cine, lo del rumano mandarín de Hollywood Jean Negulesco era gula. Que si "De amor también se muere", que si "Creemos en el amor", que si "En busca del amor", que si "Mujeres frente al amor", que si "Sombra enamorada". Se le perdona porque inventó a Marilyn Monroe y también rodó "El mundo es de las mujeres", una obviedad que ahora el feminismo nos recuerda, con razón.
Hay películas donde enamorarse va en la entrada y en el título, como esa que hizo Ulu Grosbard para Robert De Niro y Meryl Streep, una actriz que no envejece nunca porque a los 20 años ya tenía 55 en la pantalla. O como la de Adam Rodgers con Andy García, tan fofa que no se la creyó nadie.
Pero aparte de "Los puentes de Madison" que hizo Clint Eastwood para sí mismo y -cómo no- para Meryl Streep, y para que gustase a casi todo el mundo, hay cine donde enamorarse se pronuncia distinto. A mí me pasa cuando veo "El príncipe de las mareas", donde Barbra Streisand le quita el marido (Nick Nolte) a Kate Nelligan. Se lo quita pero no del todo, porque después de un intenso adulterio, Nolte vuelve con Kate. Y, ahí le voy, ahí le voy: cuando Barbra se extraña de que la deje por la esposa, le pregunta a Nolte por qué, y si es que la quiera más que a ella. Y Nolte le responde: No la quiero más, es que la quiero antes.
Pero hay una cinta que está en primera fila de mis devociones: "Afterglow" de Alan Rudolph, donde se aman Nick Nolte (no ha habido un actor con más suerte en cuestión de actrices) y un milagro crepuscular y hermosísimo llamado Julie Christie. Nada que ver esta Julie con la jovencita Lara de Boris Pasternak. Esta Julie es la mujer madura que a mí me fascinó en 1997 y no se me pasa el gozo de esa melopea. Ahí pierdo yo toda la prudencia que cabe en el mundo de los viejos y me entrego al buceo de las sales y el deseo. Vuelvo a darle la razón a Luis Landero.
Y luego está Facebook. Se supone que Mark Zuckerberg, Eduardo Saverin, Andrew McCollum, Dustin Moskovitz y Chris Hughes lo inventaron hace 15 años para otra cosa, pero hay gente que se enamora en el caldo de las charladurías. Qué peligro. Era mucho más seguro el baile de las viudas que existía en la plaza de Callao de Madrid, porque en el Facebook hay quien ve detrás de un avatar a un príncipe o una princesa y resulta que luego está el lobo o la loba.
Mejor que la literatura o el cine, o el Facebook, la vida. La vida está llena de historias que te hacen creer en esa cosa física de enamorarse más allá de Jean Negulesco.
Al confeccionador de mi periódico, cargado de soledades, años y trienios, le asaltó por sorpresa cuando se acercaba a los 60 años una inundación de dopamina. No recuerdo el nombre de la muchacha de 20 años, sólo que vino de fuera. Y que el confeccionador de mi periódico perdió pie ante la aparición de aquella virgen, hasta el punto de que para hacerle sitio en su vida, echó de su casa a su madre y a una tía, dos ancianas con las que vivía. Hay enamoramientos que arrastran tormentas.
El confeccionador solitario ya había dado mucho que hablar por invisible, pero uno se acostumbra a todo. Menos a correr riesgos innecesarios. Así que al final de la noche, cuando todo estaba en su sitio y en calma, andabas con ojo para que el confeccionador no te invitase a llevarte a casa en coche. Porque era cegato. De repente paraba el coche en medio de la calle. Tú creías que era para echar un cigarro, pero al ver que pasaba el tiempo y no arrancaba, le apremiabas. Y él decía que no, que con el semáforo en rojo no se movía. Y no había semáforo, sino una luz tenue y roja, a la vera de la calle, señalizando una zona de obras. O si avanzabas y le decías: a la primera calle, gira a la derecha. Daba un volantazo, giraba, y se metía en un portalón como el de Cela o Lola Gaos.
Se veía venir el desastre, porque el peligro ya lo vivíamos. Cuando llegabas con los originales a su mesa, le nacían los 15 años que quizás no vivió nunca, se ponía eufórico, sacaba un bolígrafo dorado (de oro, creía él) y te decía: hoy te haré una obra de arte porque voy a usar el bolígrafo que me ha regalado mi novia. Y el resultado era una maqueta que no entendía nadie. Qué extraño patetismo hay en un hombre solo enamorado de una muchacha lejana. Una mañana se casaron. A mí me pilló de viaje y no fui a su boda. Los que fueron vinieron diciendo que el cura no parecía cura, que parecía más bien hermano o primo de la novia. Y un día desapareció la virgen que vino para trastornar la vida del confeccionador solitario. Ella cogió los papeles, el dinero, la maleta, sus 20 años, y se fue para siempre.
Pero la vida también te ofrece hermosas historias de enamoramientos reales. La mejor ministra que ha tenido este país, mi amiga de tantas confidencias, también sufrió el ataque de la dopamina. Joven profesora de universidad, se enamoró de un alumno. Después de vencer el primer asombro y la primera vergüenza por un sentimiento que llegó por sorpresa, se casaron el alumno y la profesora. Por supuesto que la historia es mucho más larga, mucho más rica, mucho más viva. Pero la quiero demasiado para contarla.
Cuando a los 84 años Alfredo Di Stefano se enamoró de Gina González que tenía medio siglos menos, le convirtieron en Leopoldo María Panero. Más suerte tuvo el general africanista que a los 90, rendido de amor por la jovencísima cuidadora en el asilo, logró que solamente ella le diera desayuno, comida y cena. Y Leonor tenía 12 años cuando empezó su relación con don Antonio, profesor de francés, poeta y filósofo.
Ninguno de ellos pudo volver desde la tierra o la ceniza para decirnos cómo se mide el tiempo de los enamoramientos. Ya acabo, que llaman a la puerta y a ver si es la dopamina.