Se levanta de la mesa y resuelve que no puede más. Un minuto antes ha escupido bocados del postre en una servilleta, con cuidado: escupe, se limpia con rigor la comisura derecha. Escupe. Se limpia con primor el labio superior y, después, mira para todas partes hasta que encuentra mis ojos. La he visto, pero quiero hacer de cuenta que no la he visto, siento la urgencia de quitar de sus hombros el peso de mi mirada, el lastre de una curiosidad que ha querido salvarla, pero ¿cómo? Entonces, sus ojos se empozan, se hunden en un montón de rabia triste. Se levanta. Decide que no puede más, empuja una silla, corre al cuarto de baño. Siento el impulso de ir, de llamar a esa puerta y decirle, ¿qué cosa? La vida, sin embargo. El miedo, sin embargo. El no saber cómo tender un brazo para sacar a otro de la hoguera.
Debe tener catorce años. O quince. Lleva la línea de los ojos muy oscura y el hueso del codo parece gigante en su brazo de peso de pluma. Usa botas de color naranja explorador. Llegó con una amiga y pidieron la tarta más grande con dos cucharillas, sendos vasos repletos de crema tejida con hilos color caramelo. La amiga estaba hablando, le mostraba algo en la pantalla, reían, la amiga no paraba de hablar. Después llegó un muchacho y la amiga la soltó. La dejó allí. Sola. Encerrada en la tortura de volver a coger la servilleta para escupirlo todo.
Dime, palabra. Cómo puedo llamar a una puerta cerrada detrás de la cual hay una niña que se ahoga. Dime, palabra, cómo puedo acercarme a ese náufrago. Dime, palabra, por qué te enroscas detrás de mi lengua, te ocultas, cada vez que se agolpa este grito relámpago, tremor subterráneo vacío de verbo y expuesto, como el estómago de aquella chiquilla, a la herida de su propio vértigo. Dime, palabra, ¿recuerdas? Aquel día, el teléfono, alguien había devorado pastillas con el furor de no querer despertarse. Y no tuve palabras tampoco. Un bisbiseo apenas, un crujido sin nombre, el dolor y su espera, y su miedo. Dime, palabra, por qué cuando más necesito decirte te escondes y tiemblas, eres-un-conejito-asustado-detrás-de-mi-aliento, ovillado, atascado, queriendo gritar.
Han pasado catorce minutos, la chica no sale. Respiro, quieta, a la vera de una taza de café. El lugar está lleno, las personas se ríen y hablan con volumen y voracidad, superponiéndose. Yo hago que leo, pero tengo los ojos anclados a la misma palabra «silencio», el momento contiene señales y el libro me acusa, me dice «silencio», mis ojos se aferran: «silencio». Allí viene, se seca las manos en su falda de flores, pisando con fuerza de botas y un lápiz de labios recién aplicado. Entonces, se dirige hacia la puerta y, por este motivo, camina hacia mí. Dime, palabra, qué puedo decirle a esa niña cuyo barco se hunde, algo, un puente tendido, cuál vocablo asidero que alivie o que cure, que no haga más daño.
Cómo puedo llamarla sin ser imprudente, cómo puedo acogerla, salvarla, tenderle una mano. Sus botas la impulsan, decide arrojarse al abismo, la calle, un portazo. Allí va. En los brazos de hilo de pluma lleva un tatuaje de mariposa. Cuando llega a la esquina se detiene, mira el reloj, apoya su espalda en un muro y se seca el sudor de la frente. Sé que está viendo el mundo cubierto por una leche blanca, sé que le pitan los oídos y le palpita muy fuerte el corazón. Sé que ha vomitado su alma y que todavía hay algo por dentro que le duele. Algo que no sabe cómo expulsar de sí. Algo que no sabe cómo arrancarse.
Aquí, arropada por el paraguas de mi cuerpo, vuelvo a encontrar en mi libro el lugar donde dice «silencio». Dime, palabra, cuándo y qué podré decir si vuelvo a ver la mariposa en un brazo de pluma. Dónde y qué sabré decir cuando se cruje, para intentar salvarnos.
Salamanca, 5 de julio de 2019