OPINIóN
Actualizado 03/07/2019
Elisa Izquierdo

Nevaba. Todo el aire. Era tan transparente, tan delgada la línea entre el cielo y la tierra, que parecía que se podía romper con una aguja. Primavera. Verde. Pero nevaba. Ella en la bicicleta por un camino estrecho. El mundo era así de pequeño, cabía en una sola flor. Sin peinar, el aire estaba acorazado en las esquinas. Pero no eran esquinas triangulares, eran ráfagas de luz que se filtraban por los agujeros de las nubes. No eran nubes, eran algodones invisibles, telas de araña gigantes, eran aves marinas. Sonaba el silencio. Era eso lo importante, era eso lo imposible. El silencio resonaba como fondo de la risa. Las risas, inocentes notas de color naranja. La tierra crujiendo debajo de la rueda. Era un poco verdad, era un poco eterno, era una canción que se quiso enredar en un instante. Los copos no eran nieve, eran pelusas. La nieve de la primavera. El aire lleno de bendiciones blancas, de dibujos saltarines. Pudieron pedir entonces mil deseos a la vez, soplar los copos, y morir en aquel sueño. Pudieron hacer de ese milagro un cuento. Pero la primavera se fue, así como se derrite la nieve con el sol. Y no volvieron las pelusas a nevar como aquel día, ni volvió a sonar un silencio tan dulce como el de aquella tarde. No volvieron las estrellas a precipitarse como plumas. Ni volvieron los ángeles a dejar caer sus alas sobre el musgo. Quizá ya no. Quizá los dioses han olvidado que los deseos solo ascienden cuando nieva en primavera.

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