Vivió con intensidad su juventud, pero las cinco décadas siguientes apenas han sido un remedo vulgar de recortes inspiradores de su quehacer cotidiano. Asumió que la decadencia en que se sumergió era un caso de aversión productiva. Para paliar la demanda ajena de que hiciera algo no dejó de acudir a aquel negocio estrafalario durante casi cuarenta años. Tiempo de sopor en el que las cosas cambiaron muy despacio: las relaciones con la pequeña plantilla estable de la empresa, los trámites y procedimientos, la clientela. Mantuvo su aire circunspecto, su disimulo en el desinterés permanente, su apariencia de generosidad que apenas era la cobertura del existir utilitario. Su único hijo, que tuvo al frisar la treintena, se alejó definitivamente del hogar tras terminar el servicio militar, cerrando así una relación que nunca fue estrecha, aunque sí apacible. De su matrimonio nunca quiere hablar.
Los domingos por la tarde juega a las cartas, así durante las dos terceras partes de su vida. Tras jubilarse esta práctica se amplió a los jueves. Los domingos la partida rota de un hogar a otro de las tres parejas de jugadores, siempre las mismas. Los jueves se celebra en la chocolatería de la plaza grande entre seis y nueve. La práctica solo se interrumpe en agosto cuando marcha al pequeño apartamento de la costa que compró a plazos durante sus quince primeros años de actividad laboral. Solo ha viajado fuera del país cuando la parroquia del barrio, a cuyos servicios religiosos nunca asiste, organizó una excursión a Roma. Ello fue motivo para sacarse el pasaporte, un documento del régimen anterior que yace caducado en la cómoda del cuarto. La televisión entró en su vida poco a poco y desde que se casó capta su atención diariamente desde la hora de la cena hasta medianoche; tras dejar de trabajar también la ve una hora durante la comida hasta el momento de echar una cabezada. La caminata cotidiana hasta la oficina la sustituyó, cuando se jubiló, por un ir y venir frecuente al supermercado para realizar pequeñas compras en cualquier momento del día entre las que incluye la del periódico. Siempre el mismo, lo lee con fruición después de la siesta, salvo las páginas de política.
Es consciente de que se parece poco a la gente que ha ido conociendo a lo largo de su existencia. Nadie queda en su derrotero de la época laboral. Ignora educadamente a quienes residen en la escalera del inmueble de protección oficial en el que habita desde hace más de medio siglo. Con el pequeño círculo familiar mantiene un comedido contacto telefónico mensual. No importa, todo es ajeno. No evalúa al resto, ni juzga sus opiniones o sus hábitos por muy atrabiliarios que a veces pudiera pensar que fueran. Asume que las cosas son simples, corrientes; que lo importante es tener un poco de suerte en cuestiones de salud y, sobre todo, algo muy importante, no complicarse la vida, seguir el consejo que le dieron sus padres: no pensar.