OPINIóN
Actualizado 14/06/2019
Toño Blázquez

Parecía que la faena se iba a quedar ahí, en el buen pulso y en la paciencia de profesor veterano de Domingo López Chaves. Clave su expedita forma de estar asentado y encajado a menos de un metro de los pitones, que de ahí no se va ni con alas, que diría Toreri. Sinceramente, viéndolo sentado en la silla del bar, clavados los ojos en la pantalla grande y viendo como salía toda la corrida, igualita de descastada, catedralicia y sin fondo bravo ni ganas de andar para adelante, mucho menos codicia, me dije aquí se acabó. El cestero bien, como ¡coño, si no hay mimbres!, pues ¡hacemos un pan con unas tortas!.

Pero, señores, esto del toreo es pura magia René Lavand. Se le ocurre a Domingo insistir un momento dando un pasito de ánimo al burelón de Cuadri y éste coge los vuelos de la pañosa con una suavidad y tranco sorprendente. Y Mingo vio rápidamente por ahí la luz. Sereno repitió una y otra vez el pasito adelante y en ese supuesto destello mecánico insignificante se edificó un sedoso y acariciante monumento al natural. Fueron dos series, pero fue una brisa al atardecer en una playa del Caribe (quien haya estado allí sabrá de qué hablo porque yo no).

En el bar éramos ocho o diez (bruñidos jubilados a mayor gloria). Yo grité por lo bajini (¡Olé Mingo, Olé Mingo!). Y fue entonces cuando vi la explicación exacta de porqué el arte de torear tiene elementos sacados de la ufología, de lo inexplicable. Una milagrería que todavía, a un tipo como yo, palmariamente aburrido de tauromaquia, le hace tocar tímidamente las palmas a un torero en el bar de su barrio.

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