Resulta que en España hay un número indeterminado y oneroso de subvenciones, es decir, de "disposición de fondos púbicos a título gratuito".
Hasta ahí, muy bien, porque las instituciones públicas deben atender a otros organismos, colectivos y personas que cumplen determinadas funciones sociales o, simplemente, necesitan esos fondos para acciones concretas e inexcusables.
Hasta ahí, pues, correcto, Pasa lo mismo en todos los países desarrollados y nadie se rasga las vestiduras por ello. Pero, claro, la ley no fija un concepto preciso de en qué consiste una subvención, aunque, eso sí, es a fondo perdido y no existe una evaluación posterior de resultados, con lo que los recipiendarios de la subvención puede haberla destinado a otros fines, a gastársela en el bingo o en ir de putas y hasta a cometer un crimen organizado.
No es que tal cosa tenga por qué suceder necesariamente, pero no existe suficiente transparencia de qué ocurre con esos fondos. Transparencia. ¿Les suena la palabra tan de moda y tan equívocamente utilizada por los políticos?
Pues según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal existen en España más de 14.000 millones de subvenciones qué no se sabe a dónde van, para qué se usan realmente y si sus receptores son honrados o unos sinvergüenzas de tomo y lomo.
Se habla mucho de evasión fiscal en España y se evalúa ésta en 40.000 millones de euros. No es que un mayor control de las subvenciones solucione ese problema, pero seguro que lo palía, reduce nuestra presión impositiva y, fundamentalmente, consigue que las subvenciones lleguen a sus auténticos destinatarios.
Por eso, me permito la ironía de pedir una subvención. Cualquiera. Con esa falta de rigor en su concesión, uno podría darle un gusto al cuerpo, tan castigado el pobre por los políticos de toda laya, y de paso evidenciar que son las instituciones públicas las primeras que piden transparencia y las últimas en practicarla, para escarnio de los ciudadanos.