Vista de la Plaza Mayor desde uno de los establecimientos. Fotos: Consuelo del Arco
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LOCAL
Actualizado 01/06/2019
Antonio Costa Gómez

Peregrinamos para captar la música infinita, tomamos una copa en cada bar, tuvimos cien visiones de su encanto

Viajamos alrededor de la Plaza Mayor de Salamanca para conocerla intensamente. Peregrinamos para captar la música infinita de esa plaza. Tomamos una copa en cada bar. Vimos la plaza desde muchos encuadres diferentes, tuvimos cien visiones de su encanto.

Desde el Café Real vimos el ayuntamiento como una tela mágica detrás de un farol simbólico. Los arcos densos nos enmarcaron el esplendor de la fachada. Leímos carteles curiosos: "la cerveza es como un pan líquido", admiramos una fuente de cerámica debajo de un arco mudéjar. En Jamón y Tapas el dueño nos hizo recordar otros tiempos, nos habló de su padre el campeón del mundo de boxeo Miguel Velázquez, nos hizo admirar la admiración de un hijo a su padre. La plaza alegre nos mostró sus impecables líneas musicales detrás de faroles como cantos. En el bar La Tahona nos pusieron vino de la Sierra de Francia. Nos sorprendió conocerlo y nos pareció íntimo y noble. Desde allí amamos uno de los ángulos de la plaza, el vuelo de los balcones de metal. Y las tapas fueron un festín en todas partes.

Subimos al Mesón Cervantes y nos metimos en la intimidad de la plaza. La balconada nos pareció un pasillo que nos invitaba, conocimos las placas constantes que latían debajo de los balcones. Una figura algo melancólica en un medallón casi charló con nosotros encima de un farol entusiasta. Vimos que la plaza es una fiesta secreta llena de secretas intimidades. Llegamos a la esquina en el bar Lígrimo. Vivimos la fuga vertiginosa de los arcos de los soportales, un pabellón flotante sobre el ayuntamiento me recordó vagamente el Taj Mahal.

En el bar Gonzalo vivimos un baile de copas colgando con fantasías leves de cristal. Preferimos el estilo tradicional al diseño moderno más frío y árido, pero nos arrebataron esas curvas superpuestas de copas que encerraban la fachada del ayuntamiento y faroles de cuento. Detrás de los cristales con sus veladuras tembló la plaza como una sinfonía. En una esquina nos maravilló un juego de luces y sombras con limones y naranjas, casi un cuadro de Mark Rothko. En La Tentazione nos colocamos en un lugar privilegiado, vimos la plaza mayor al mismo tiempo que la plaza del poeta Iglesias, viajamos de espacio a espacio , vimos una de las entradas para afluir a la plaza, sorprendimos el costado de los soportales que la adensan. También el diseño es frío pero vimos lámparas de follaje recreándose sobre la barra y arcos que al reflejarse se ponían del revés con faroles cabeza abajo.

En el Berysa llegamos a otra esquina, en la puerta que da a San Martín y a la plaza del Corrillo. Otros medallones nos hablaron, otros balcones sugirieron intimidades con puertas de madera entreabiertas. En toda la plaza vimos siempre esa repetición dentro de la variación, esa intensidad sutil de motivos que se repiten, toda la plaza nos pareció una composición prodigiosa, admiramos una elegancia sin aspavientos, un derramarse de armonía apasionada. Con la cafetería Don Mauro cambiamos al tercer lado de la plaza, en los azulejos de la pared vimos la atmósfera de Velázquez y de Murillo. Tras los faroles ovoides encontramos delicados matices en la plaza más allá de los soportales. Por momentos se volvió tan íntima como en un romance de Lorca.

Nos llegó el momento del café Starbucks. Muchas cosas me repatean en la estética yanqui pero siempre me pareció que los cafés Starbucks nacidos en la bohemia Seattle tenían clase, igual que los locales elegantes en que estuve en Filadelfia. Allí no tuvimos alcohol, pero el café nos pareció exquisito, y el olor nos adensó y nos llenó de literatura. Entramos en el café Abadía y llegamos a la esquina de la plaza con la calle Concejo. Grandes arcos con lámparas atenuadas nos trajeron reminiscencias de abadías donde monjes hacían espiritualidad con el vino. En la puerta de madera verde un arco gótico comulgó con la calidez de los jamones sobre la piedra. La música de la plaza se nos casó con la sinceridad del jamón de Salamanca.

Pasamos al cuarto lado y entramos en la vastedad del café Las Torres. Ya su fachada entre los soportales me pareció un refugio cálido entre el dinamismo de arcos y vigas. Nos asombraron los cuadros fascinantes de arte abstracto de alto nivel, lo siento, señores, pero yo soy licenciado en Arte Moderno y Contemporáneo y siempre me ha apasionado el arte. Las grandes telas me parecieron meditaciones rojas, indagaciones matéricas llenas de concreción telúrica. La plaza fue un runrún de mirar ingrávido, como una acuarela de música tras un farol dinámico. Una mujer de pechos desnudos en piedra nos sujetó una fuente mientras vibramos con la plaza.

Entramos en el café Novelty con sus columnas espigadas insertadas en cielos circulares, sus orquestas circulares de bombillas, sus espejos ovalados donde todo se reinventa. Apreciamos sus sofás tapizados con la nostalgia de otros tiempos, sus cuadros de líneas informales , su sobrevivir a las olas de la frialdad y el diseño. Vi a Torrente imperturbable en su sillón, pensando en la literatura como juego, y se me ocurrió que la vida puede ser un juego apasionado, una libertad creativa. Pensé que la plaza entera podría ascender en el aire como Castroforte de Baralla para escapar a la vulgaridad de la tecnocracia y la especulación, a todos los que manosean la plaza con obras interminables. Me acordé de aquellos versos de Juan Ramón Jiménez : No la toques ya más / Que así es la rosa. Pensé: no la toques ya más/ que así es la plaza. La vi como una plaza coherente y feliz , sobria y apasionante como un poema de Borges.

Entramos en el bar Los Bandos en la esquina con la calle Toro. Al futuro dueño se le cayó un zapatito y se lo recogí del suelo. Desde fuera el bar me pareció impersonal otros días pero al entrar vi una fiesta de colores y de luces en la plaza, lamparitas íntimas dentro hablaron con faroles prestantes en el exterior. En un rincón secreto de piedra nos susurraba una cajita de junco, un jamón cortado sobre una mesa nos saludó con su exquisitez sin discursos. La piedra y la madera aliviaron la tendencia al diseño abstracto. Llegamos otra vez al café Real, pedimos dos vinos. La plaza se nos enfrentó en dos de sus lados con sus balaustradas en lo alto, con sus cornisas alargadas. De nuevo fue la música, la armonía interminable de esta plaza como una canción, esta serenidad apasionada.

Pensé que podríamos seguir dando vueltas, imaginé que lo hicimos y siempre encontramos visiones nuevas, susurros distintos de los medallones, sugerencias distintas en las iluminaciones, nuevos arrebatos en nuestros ojos al mirar. Pensé que hicimos el rectángulo infinito, pero fue un rectángulo en espiral, encontramos una paradoja sin fin como un Aleph de Borges, en esta plaza que tiene más coherencia y sutileza que ninguna plaza en el mundo, que es el símbolo de la plaza como música. Peregrinamos sin fin a la música de la piedra.

Nos pasó de todo, como en todas las peregrinaciones. Un tipo me hizo repetir tres veces "dos vinos" como si dijera algo en chino. Otro tipo no supo qué vino nos ponía ni quiso saberlo. Una mujer se soliviantó porque creyó que la miraba a ella con insistencia cuando miraba con insistencia a la plaza. Pero todo lo superó el dinamismo armónico de la plaza, su brillar entusiasta o su susurro increíble, su tocarnos con un dedo o su inundarnos de alegría. En todos los momentos nos inundó la plaza. Soñamos con rodearla sin fin, con encontrarle siempre nuevos milagros.

Fotos: Consuelo del Arco

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