OPINIóN
Actualizado 11/05/2019
Fructuoso Mangas

Jean Vanier se llama y murió el martes pasado a los noventa años. Miles y miles de personas humildes y discapaces, alistadas todavía entre los últimos de cada sociedad, desde Salamanca o París hasta Beirut o El Cairo lo recuerdan estos días con mucha ternura y agradecimiento. Todas las personas que se reúnen en El Arca o en Fe y Luz por medio mundo celebran estos días su muerte y su gloria.

La amarga experiencia de un matrimonio con dos hijos con discapacidad a los que se les negó alojamiento en Lourdes y su experiencia anterior con personas dicapaces lo llevaron a fundar en 1971, con no pocas dificultades y oposiciones, el movimiento de Foi et Lumière para acoger y acompañar en la normalidad de la fe y de la vida a personas con alguna rebaja intelectual. Ya hacía unos años que había iniciado una experiencia parecida con El Arca. Eran tiempos, que todavía sobreviven en parte (no hace mucho una pizzería salmantina se negó a atender a dos familias porque iban con sus hijos que mostraban clara rebaja mental; disgusto y protesta, pero como si nada, denuncia incluida), y así comenzó una experiencia que se extiende por cien países y acoge a miles de personas. De hecho en Salamanca hay grupos y comunidades de Fe y Luz desde hace muchos años y un salmantino de adopción, Raúl Izquierdo, fue elegido hace poco como Coordinador Internacional del movimiento.

Es una experiencia que marca profundamente a quien la vive, en lo humano y en lo religioso, tanto si es católico, como de otras confesiones cristianas o no cristianas, porque de todo hay, sobre todo en los países de Oriente próximo y medio donde también existen, no sin graves dificultades, comunidades de Fe y Luz. La acogida y la normalidad de trato y de amistad, la connivencia en muchos detalles vitales, la empatía vivida y disfrutada, la implicación conjunta en sentimientos y ritos, la oración compartida y la fiesta a tiempo y hasta a destiempo van formando una historia compartida que define muchos valores y prioridades de la vida de quienes las viven. Soy testigo privilegiado.

Y todo esto, y mucho más, ha sido posible por la iniciativa de este cristiano, original, valiente y profético que fue, y sigue siendo, Jean Vanier, ginebrino de nacimiento, canadiense en su educación y francés en su vida adulta y de compromiso social. Iba para cura y decidió dejarlo todo para dedicarse a los últimos, a los más invisibles, a los que nadie mostraba ni consideraba. Y, aunque han cambiado algunas cosas, todavía hoy es necesario y precioso ese espacio de encuentro y de dignidad que es Fe y Luz en nuestra ciudad y en el mundo. Valgan estas líneas como recuerdo público y como homenaje merecido.

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