OPINIóN
Actualizado 29/04/2019
Redacción

La catedral de Notre Dame es ese lugar que todos visitamos tantas veces como vayamos a la capital francesa. Ir a París y no acercarnos a la pequeña isla de la Cité para visitarla es como venir a Salamanca y no tomar un café en la plaza Mayor, porque los monumentos, en todos los lugares, son algo así como la casa de vecinos y forasteros, y cuando alguno sufre un daño nos afecta a todos. Es normal pues que el pasado lunes día 15 todos lamentáramos el incendio que ha destruido dos tercios de la techumbre, la aguja central y dejara muy dañados algunos de los rosetones que las llamas encontraron a su paso.

Lo que no me parece tan normal es que el presidente Macron corriera a suplicar ayuda económica al resto de los países para su restauración. La catedral de Notre Dame es uno de los monumentos que más ingresos recauda gracias al gran número de visitantes que recibe diariamente. Se supone que son los seguros y las instituciones que se benefician de estos ingresos los que tienen que correr con los gastos. ¿Para qué si no se cobran las entradas y a un precio nada de barato?

De cualquier forma hay que felicitar al presidente Macron: gracias a los cuantiosos donativos recibidos podrá ser restaurada antes de lo que cabía esperar y la apertura les multiplicará incluso el número de turistas. ¿Por qué no tendrán la misma suerte las víctimas de una catástrofe natural por ejemplo?, nos hemos preguntado muchos ante estos ataques de filantropía. La respuesta es obvia: los donantes para la catedral son personas de alto poder adquisitivo, mientras que los que colaboran en otras catástrofes son simples trabajadores, con lo que en tales casos no es cierto eso de que más valen muchos pocos que pocos muchos.

No sé si estaré equivocada, no sé si estaré acertada, sólo sé que estos días, como siempre que me encuentro ante cualquier monumento heredado de nuestros antepasados, me he visto asaltada por dos sentimientos encontrados: por un lado se me impone la admiración por tantos monumentos que embellecen las ciudades, que las hacen distintas unas de otras, singulares, casi siempre únicas, y abogaré siempre porque se cuiden y se rehabiliten para otros usos, es la mejor forma que tenemos para darles las gracias a todos los que con tanto esfuerzo consiguieron que hoy podamos disfrutar de tantas maravillas; por otro lado se me impone la vergüenza de saber que la mayoría de catedrales, palacios y monasterios fueron posibles gracias al hambre y la miseria de los pueblos, de hecho los países que más y mejores monumentos tienen, son los que más penurias han pasado, y sus escultores, pintores y demás artistas, en general, murieron en la indigencia, por lo que reconocerlo es la única forma que tenemos de pedirles perdón.

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