Conocí una vez a un hombre que confesaba, balbuceando, haber tenido un sueño extraño, que le había desasosegado mucho. En su duermevela recordaba haber visto torres, plazas, ladrillos, envueltos en tiniebla de polvo renegrido. Frío y estremecimiento. Recuerdo su cara de espanto cuando relataba su sentimiento ante el vacío, una mirada perdida en kilómetros de roquedales y pardas colinas.
Donde había habido una ciudad, pequeña y recoleta, amable y acogedora, se había esfumado todo rastro, sin dejar huella en la memoria, ni de los más asombrosos detalles, ni de nada. Él, sometido a una insufrible angustia, buscaba a alguien sin descanso, impotente, para que le ayudara a poner orden a su caos mental. No podía ser que el lugar magnífico donde había disfrutado de lugares recónditos y de singulares monumentos, hubiera desaparecido en la estepa, sin que quedaran ni las ruinas.
Había, sí, una carretera. Un camino asfaltado y largo que a saber adónde conducía a través de la helada y de un frío que cortaba el rostro como cien navajas afiladas. No se atrevía a caminar un solo paso. El viento que venía de los montes le hubiese derribado y por eso se metió en una bajada del terreno, un escaso barranco que daba el poco de abrigo que podía conseguirse.
Estaba agachado, casi tiritando, cuando se le ocurrió mirar a lo alto y allí estaba, sobre un montón de nubes grises, medio desperdigadas, pero suficientes para sostenerla allá arriba. Era una ciudad pequeña, así que tampoco se necesitaba tanto esfuerzo mental para ello. Se sostenía perfectamente.
La verdad es que no le sorprendió en absoluto lo que veía. Había oído viejos y nuevos relatos de casos parecidos en los que el ensimismamiento llevaba siempre a esas irrefrenables consecuencias. Un ligero temblor y, por elevación, una elevación pausada pero continua, que se mantenía mientras no hubiera alguna mente atrevida a la que se ocurriera pensar en el exterior, mirar más allá, usar la razón.
Se acordaba de Castroforte del Baralla, donde habían robado el cuerpo santo, y que tantas veces había sufrido este fenómeno, diagnosticado por plumas notables. Aquí tal vez alguien se había atrevido también a desairar ciertos cuerpos famosos, por mucho que estuvieran protegidos en jaulas de mármol de fina factura. Algo grave tenía que haber ocurrido que había alterado el recto orden de las cosas.
Finalmente había despertado del todo, aún con el nudo en la garganta. Su pareja conducía, ya bajando hacia Segorbe. Se había dormido al salir de Zaragoza y, aunque habían programado una parada para descansar en Teruel, ella había decidido no molestarle. Total, para qué, si ni siquiera recordaba haber visto al pasar tristes vestigios de tan afamada ciudad.