OPINIóN
Actualizado 27/04/2019
Ángel González Quesada

En el teatro la imaginación llena el espacio.
PETER BROOK

Incluso en este tiempo en que la medianía intelectual y la pobreza expresiva han alcanzado cotas desconocidas, sigue indignándonos leer y oír en boca de periodistas, contertulios y "analistas" políticos de toda laya, utilizar la expresión "hacer teatro" como sinónimo y acusación de fingimiento, mentira, simulación o engaño. En estos días de campaña electoral en que la mesura pareciera desaparecer en el tráfago del engreimiento, y la chabacanería y la vulgaridad colonizan los titulares del mal circo de la política española, se ha "acusado", y se han "acusado" los participantes en debates televisivos. mítines y auto-anuncios, de "hacer teatro" para achacar y achacarse posturas de doblez, simulación u ocultamiento de sus auténticas intenciones, cuando hacer teatro significa, justamente, lo contrario.

Coincide y contrasta esta intragable papilla de grumos lingüísticos con la concesión del premio Princesa de Asturias al mejor director teatral del mundo, Peter Brook, cuyas realizaciones, aportaciones y estudios teatrales constituyen un referente insoslayable para cuantos saben que el teatro es el más puro y noble instrumento cultural de comunicación de cuantos la humanidad ha sido capaz de crear. Su libro El espacio vacío, que ha abierto desde hace décadas puertas y ventanas a la reflexión sobre el arte teatral, es solo comparable a los grandes tratados artísticos que han configurado, estructurado y definido la cultura del siglo XX.

Las dos más conocidas realizaciones de Peter Brook, Marat-Sade y Mahabharata, constituyen solo una muestra, aunque deslumbrante, del enorme talento de este inglés de ya 94 años (todavía en activo), cuyos trabajos sobre textos de grandes autores (Sartre, Shakespeare, Jarry, Chéjov, Beckett, Weiss, Genet, Artaud...) y a partir de textos propios, tradiciones, narraciones orales y documentos de todo tipo, han aportado al teatro universal enormes rasgos de autenticidad, talento, dignidad y brillantez, además de recuperación de la esencia del puro teatro y una vuelta a los valores primigenios de la dramaturgia creativa. Realizaciones como El gran inquisidor, Warum, Warum o Battlefield, además de sus intervenciones directas, su labor didáctica y sus conferencias-representaciones abiertas (Love is my Sin, sobre sonetos de Shakespeare es una de las más celebradas), o la altura intelectual y pedagógica de sus textos críticos sobre dramaturgos, obras y realizaciones teatrales (La calidad de la misericordia o Hilos de tiempo, por ejemplo), hacen de Peter Brook un absoluto referente y un ejemplo para cuantos consideran que es el teatro (y la palabra "teatro" que lo nombra), un elemento fundamental del pensamiento creador, un principio cultural de primer orden y su práctica, hacer teatro, una de las más dignas y hermosas formas de vivir.

Ahora que los escenarios se llenan de chistes largos y alientos cortos, de nombres famosos y colorines, y que el talento en el escenario ha sido sustituido por la pretenciosidad, la pura espectacularidad, el brillo por el brillo, el adocenamiento mercantil y la vacuidad artística; ahora que se confunde hacer teatro con vender fachada, verter verborrea, buscar nombradía y utilizar enchufe; ahora que el arte en las tablas está tan escondido que solo en fogonazos, a veces, de a pocos y de vez en cuando surge el chispazo que emociona... Ahora que tantos deslenguados incapaces en la televisión de hilar dos frases correctamente, inútiles para redactar diez líneas adecuadamente en la prensa o negados para hilar en un atril un discurso coherente de cinto minutos, siguen "acusando" de "hacer teatro" a otros bobos lenguaraces que se hacen pasar por listos como si lo fueran, un premio, aunque destinado a la promoción de la monarquía, sirve al menos para que vuelva a nuestra página de vivir, a nuestro día, a los titulares y a las voces el nombre de alguien que de verdad, de verdad, hace teatro: Peter Brook.

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