Estamos en una campaña electoral con un tono como new age, en la que la mitología está más presente que nunca a través de vías varias, en especial las banderas y las banderías. Mucho más parecidas ambas de lo que nos quieren dar a entender sus portadores y sus partidarios, que con sus aspavientos nos quieren mostrar odios cervales, que parecen cortados todos con el mismo patrón.
Nos puede parecer cosa española, pero acaban de quedar segundos en las elecciones finlandesas los que se hacen llamar "verdaderos finlandeses", lo cual en buena lógica debería implicar -para ellos mismos, claro- que los demás son finlandeses de pacotilla. Y no tengo a ese país como un modelo menor de convivencia, a pesar de sus guerras y postguerras. No se me olvida que Ángel Ganivet, en sus ya antiguas crónicas desde Helsinki, se sorprendía de que, en pleno siglo XIX, la gente tuviera por costumbre lavarse todos los días; lo cual no debía suceder por esa misma época en Granada, de donde ese autor procedía, por poner un ejemplo, que fue utilizado, por cierto, en sentido contrario hace varios lustros por un conocido constitucionalista de esa noble tierra, mirando a la Edad Media y para meterse contra los catalanes -vaya originalidad-.
Uno, viendo esas semejanzas y paralelismos y ese deporte nacional de meterse unos con otros, se acordó de un famoso texto de uno de los autores más brillantes y corrosivos que ha dado la literatura española en los últimos tiempos. Se trata de un artículo periodístico, de nombre misterioso y sorprendente. Ni más ni menos que "la moral del pedo", el cual, aunque no lo parezca, viene muy a cuento.
La tesis del susodicho escritor es abiertamente contraria a los enloquecidos y rabiosos, sean "abertzales o nacionalistas", sean "unitarios o nacionales" y, sin pelos en la lengua, a todos ellos, borrachos de "identidad" y de "conciencia histórica", les atribuye la misma disminución mental. No queda así explicada la fisiología, pues sigue el autor con su ironía acerada tratando de calificar el fenómeno de manera científica, y por ello, acude a calificar a esa moral de identidad como "la moral del pedo".
La explicación es más o menos la siguiente: Si se quiere "definir con plena exactitud la situación", dice él, el nombre científico que mejor cuadra es el ya expresado, "en la medida que en la escrupulosa selección de lo genuinamente propio y el riguroso rechazo de lo extraño" se ajusta a la perfección la imagen del pedo, "a cuya esencia igualmente pertenece la rara condición de que nos complacemos en el aroma de los propios tanto como nos causa repulsión el hedor de los ajenos".
Estaba yo reflexionando sobre esta agudeza con una de las personas más inteligentes que me rodean, y supo añadir de inmediato una objeción, que trataré de reproducir punto por punto, porque a mi modesto entender termina de cerrar el argumento. El joven perfiló de modo definitivo la cuestión cuando añadió: "Ahora: tanto complacernos con el olor de los propios?".
Aquí iría bien aplicar aquello de que en gustos no hay nada escrito, y en olores habrá también las debidas preferencias, no digo yo que no. Pero ese comentario oportuno nos lleva a poner en cuestión hasta a la fisiología propia, que nos olerá mejor que a los demás, pero no tiene por qué hacerlo a rosas. Quiere decirse, con otras palabras, que en excesos patrióticos nada es bueno, por mucho que se visite a la Santina o a las cumbres del Canigó.
Y menos cuando deberíamos estar atentos a que el mundo va encogiendo, a que la verdadera independencia es otro mito, a que hay insensatas añoranzas de viejos y grandes imperios, a que la vieja Europa se va desmembrando y a que los chinos nos tienen agarrados por donde más duele, aunque no queramos. De todo este resumen apresurado, uno deduce una urgencia que, si se quiere, pude subdividirse en dos: la primera, desde luego, cambiar de moral y, la segunda, consecuente con la primera, dejar con ello la fisiología para entretenimiento de los estudiantes de ciencias.