OPINIóN
Actualizado 08/04/2019
Rubén Martín Vaquero

Después de la proclamación de la República y de la marcha del rey Alfonso XIII, se formó un Gobierno Provisional en el que estaban representadas todas las fuerzas republicanas de izquierdas y de derechas ?el propio presidente-, los socialistas y los autonomistas.

El primer problema al que se enfrentó el Ejecutivo fue la proclamación de la República Catalana independiente. Tuvieron que desplazarse a Barcelona tres ministros para dar la bienvenida a los catalanes, sosegar la tumultuosa marea y hacer entrar en razón a los políticos de Esquerra Republicana -el partido más votado el día doce- y que acatasen la República española.

Lo consiguieron a cambio de un mar de espuma. Entre otras orillas aceptaron un Gobierno catalán -La Generalitat- presidido por Francesc Macià, encargado de elaborar un Estatuto de Autonomía, que sería sometido a plebiscito en Cataluña -el pueblo catalán lo ratificó en agosto- y presentado a las Cortes Generales para su aprobación.

La primera medida del Gobierno central fue establecer la fecha del veintiocho de junio para la celebración de elecciones de diputados a Cortes constituyentes, encargadas de redactar una Constitución. Siendo conscientes los ministros del Gobierno de las carencias del país, de las altas expectativas levantadas con la llegada de la República redentora, y de la ansiedad con la que le exigían cambios a la recién nacida libertad, no quisieron permanecer impasibles y decidieron gobernar por decretos.

El socialista Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública, centró su política en la Enseñanza Primaria y presentó un proyecto de creación de varios miles de escuelas con sus correspondientes maestros y, sin olvidarse de extender la cultura a los adultos y alfabetizarlos de mil maneras, fomentó las Misiones Pedagógicas.

Se esperaban grandes cambios del ministro de Trabajo y Previsión Social, el socialista Francisco Largo Caballero el Lenin español, que mejorasen las condiciones laborales y sociales de los trabajadores. Sus primeras medidas fueron reformas agrarias como la Ley de Términos Municipales, que impedía a los patronos contratar obreros de otras localidades mientras en la suya hubiese desocupados, la jornada laboral de ocho horas para los jornaleros, el seguro de accidentes y la prórroga de los arrendamientos rústicos.

Manuel Azaña de Izquierda Republicana y ministró de la Guerra exigió a los militares un juramento de fidelidad a la República ofreciendo el retiro voluntario, y pagado, a los que no quisieran hacerlo. A pesar de que el presidente del Gobierno, Niceto Alcalá Zamora, era católico practicante, los decretos prohibiendo a las órdenes religiosas la titularidad de sus colegios, o la secularización[2] de los cementerios, o su negativa a financiar al clero, lo interpretó la Iglesia como un ataque frontal a los católicos.

Tradicionalmente los inmovilistas eclesiásticos españoles habían apoyado al régimen monárquico y la marcha del rey los dejó amargamente huérfanos. Si además tienen en cuenta que muchos republicanos se definían agnósticos, ateos o anticlericales, entenderán que la República no despertase simpatías entre los religiosos.

Precisamente los enfrentamientos entre Gobierno e Iglesia resucitaron antiguos anticlericalismos y provocaron grande tensiones sociales. Obispos, arzobispos y cardenales, hechos nostalgia, lanzaron andanadas de mordientes pastorales[4] contra el Gobierno republicano, como las del cardenal Pedro Segura y Sáez, arzobispo de Toledo, o las del obispo de Vitoria, Mateo Múgica, que obligaron al ministro de la Gobernación a invitarlos a abandonar España. Si bien hubo altos cargos de la Iglesia católica que acataron la nueva situación como el cardenal Vidal i Barraquer.


Creadas en mayo de 1931 por Marcelino Domingo, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, para llevar la cultura a los pueblos, aldeas y lugares apartados. Además de bibliotecas, teatros, museos itinerantes, coros, proyecciones cinematográficas, etc., organizaban cursos y jornadas pedagógicas con los maestros rurales.

[2] Los cementerios pasaron a ser laicos y a no estar adscritos a ninguna confesión religiosa.

Sin negar la existencia de Dios afirman que es imposible para el entendimiento humano comprender su naturaleza.

[4] Epístola o carta que escribe un obispo con instrucciones e indicaciones a los fieles, para que sea leída en las misas que se celebren ese domingo en las parroquias de su diócesis.

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