"Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado" ( Lc 15, 11-32).
En esta parábola el Padre es Dios Padre. El relato recalca la misericordia de Dios hacia los pecadores arrepentidos y su alegría ante la conversión de los descarriados. Las tres escenas que se dan en esta parábola son: el pecado, el arrepentimiento y el perdón. Representa a la humanidad pecadora y descarriada que se ha olvidado de Dios.
El protagonista de este relato es el padre misericordioso, que espera y acoge con una gran fiesta al hijo pródigo, queriendo que también lo haga su hermano. Misericordioso y bueno es sólo el padre porque quiere que los dos hermanos vivan en perdón, juntos en la misma casa, en abundancia compartida. El hijo mayor quiere mantener el orden de la casa y, por eso, para justificar su ley, rechaza la misericordia del padre, que ha dado de nuevo la casa al hijo pródigo.
El Padre. De esta parábola quiero resaltar algunas ideas sobre el Padre. El protagonista de esta parábola no es el hijo, es el corazón del Padre, con un amor incondicional, incluso, parece demasiado bueno, que respeta la decisión alocada del hijo, que huye en busca de placeres sin saber qué rumbo tomar. Calla y les deja hacer. "Y el Padre les repartió la hacienda" (Lc 15,12).
No debe existir, digo yo, dolor más profundo, más intenso, más desasosegante que el de la pérdida de un hijo. Es un dolor insoportable que se te clava en el cuerpo, que te corta la respiración, que no te deja vivir y te acompaña de noche y de día. Se hace lo indecible porque vuelva a casa, porque no muera desamparado? Se queda arrasado por el dolor durante mucho tiempo, quizá por toda la vida, a no ser que se imponga, finalmente, la resignación o la aceptación ante lo inevitable.
La actitud del Padre, respeta la libertad de su hijo tanto cuando se va, como al volver. No acelera la vuelta, pero salía diariamente a la espera del hijo; en cuanto le ve llegar, le va al encuentro, le abraza, le besa, le deja hablar; le prepara un convite, le viste con vestiduras ricas, le da el anillo de la reconciliación. Más no se puede pedir este perdón, es un amor extraordinario.
Podemos olvidarnos de Dios, pero Él jamás se olvida de nosotros. Dios nunca nos abandona, por mucho que corramos. Él va siguiendo nuestros pasos. Un hijo puede olvidarse de su madre, pero la madre no se olvidara nunca de su hijo; pues aunque ésta se olvidará, Dios no se olvidará (Is 49,15-16).