Como decía, me quedé con ganas de hablar de Nicolás M. Sosa (1942-2001) en la manifestación del pasado día 15, donde se le recordó y a la que no hubiera faltado. Su nombre me desplazó a los años setenta y ochenta, cuando le conocí y cuando el movimiento ecologista daba sus primeros pasos. Aquí, en Castilla y León, este tenía un carácter básicamente antinuclear, mientras que en otras zonas se luchaba contra las primeras manifestaciones del desmán urbanístico o las minas a cielo abierto, por ejemplo, o por la defensa de los espacios naturales y de especies autóctonas.
El movimiento ecologista avanzó sobre dos pies: la movilización popular y el trabajo teórico y divulgativo. Se trataba de conocer científicamente los problemas para motivar luego a la población en ese ámbito, yendo en la perspectiva de un mundo donde el desarrollo humano fuera compatible con la preservación de la biosfera. Así fue surgiendo en España la conciencia ecologista, un fenómeno paralelo al de otros países occidentales y que dio un primer aldabonazo mundial en la Conferencia de Estocolmo de 1972, presidida por Olof Palme. En esa onda, la democracia española restaurada, en la Constitución del 78, enunció el derecho a un medio ambiente sano, a la vez que conceptuaba el delito y la responsabilidad penal en ese ámbito.
En ese momento, personas como Nicolás fueron clave. Sus trabajos divulgativos sobre la energía nuclear son modélicos y aun hoy tienen validez. Hablamos de varios boletines del Comité Antinuclear de Salamanca y, entre ellos, de un monográfico sobre la energía nuclear en esta provincia, una de las más afectadas de España. Además fue pionero en el intento de fundamentar filosóficamente una ética ecológica, aspecto en el que se le puede emparentar con Manuel Sacristán y su grupo de la revista Mientras Tanto. De esa época habría que recordar también a gente como Pedro Costa Morata, José Allende, Mario Gaviria, Martínez Alier, Justino Burgos o Ladislao Martínez. Sin olvidar a Artemio Precioso, veterano republicano que puede ser considerado el patriarca de todos ellos. Todos compatibilizaron el trabajo teórico con la militancia ?se entiende que el programa ecológico debe tener una dimensión política?, razón por la cual los "ecólogos" académicos, como Ramón Margalef, primer catedrático español de Ecología (1967), les miraban con displicencia: eran demasiado "exagerados" ?decía? o radicales. Una apreciación que, de paso, nos indica la presencia de gente que, por cortedad de miras u otras motivaciones menos santas, tiende a desacreditar al movimiento ecologista.
Castilla y León se enfrentaba en esa época (final de la Dictadura y primera fase de la Transición) con un vasto programa de nuclearización civil y militar, que, de haberse llevado a cabo, hubiera abarcado todo el ciclo atómico, desde la minería del uranio hasta el tratamiento y almacenamiento de residuos radiactivos. El plan incluía tres centrales nucleares en la región: Garoña (Burgos), Valencia de Don Juan (León) y Sayago (Zamora), de las que solo se construyó la primera. Y en el Centro de Investigación Nuclear II de Lubia (Soria) se hubiera abordado la tecnología armamentística (producción de plutonio, reactores rápidos, tratamiento de residuos, etc.). Ahí nos las teníamos que ver con el oligopolio eléctrico, muy compenetrado con la banca, y con el propio Estado (que intervenía a través de la Junta de Energía Nuclear y de ENRESA), así como con las empresas norteamericanas Westinghouse y General Electric, ávidas por hacer negocio en el mercado español suministrando equipo y combustible nuclear. Casi nada.
Este plan atómico era descabellado ?baste decir que preveía 37 reactores nucleares en toda la península y que imaginaba la futura disponibilidad de armamento atómico?, de modo que, cuando por fin se decretó o la moratoria, se produjo un agujero financiero billonario que hubo que pagar en el recibo de la luz durante décadas (una socialización de pérdidas no muy distinta a la que hemos tenido posteriormente con la banca). La dura realidad, junto a la crisis económica, obligó a descartar buena parte de estos proyectos, si bien en Salamanca se siguieron explotando las minas de uranio en Saelices y se construyó la fábrica de combustibles de Juzbado. Sin duda en ello debió de influir también la oposición del movimiento ecologista.
Hoy día la situación política es muy distinta, pero subsisten las razones que se plantearon hace cuatro décadas contra la energía nuclear y que Nicolás Sosa enunció con claridad. Y permanece la memoria de este como ejemplo de actitud consecuente.
(Con algo más de detalle he abordado estos asuntos en «La bomba atómica española. La energía nuclear en la Transición», accesible en el repositorio digital de 'Academia.edu')