Tendíamos que resituarnos hace más de 40 años, cuando la Transición de la dictadura a la democracia, para recordar la existencia de tanto político de nuevo cuño, de gente sin experiencia en la cosa pública dispuesta a embarcarse en esa nueva aventura.
Entonces se justificaba porque Franco había acabado con la democracia, la política y los cargos representativos y había que improvisar todo ello.
Hoy en día, casi dos generaciones de ciudadanos después, han sido la corrupción y el descrédito de la clase política los que han llevado a una renovación brutal de los partidos. Sólo las personas más mediocres, oportunistas y faltas de otros medios parecen aferrarse ahora a una vida pública, en la que buscan acomodo en unos partidos emergentes sin tantos cuadros directivos como votos se les vaticinan.
Por eso, la lógica desconfianza de esas organizaciones que aspiran a la regeneración política ?y también de las más clásicas, digámoslo ya? les lleva a todas ellas a sustituir políticos tradicionales por ejecutivos de empresa, actores, entrenadores de baloncesto o militares.
Aún está por ver que estos nuevos contendientes den a los ciudadanos mejores resultados que los antiguos. En algunos países, precisamente la irrupción de arribistas en la política propicia el amiguismo y da cabida a nuevas formas de corrupción. En otros, como Francia o el Reino Unido, eso se equilibra con la pervivencia de funcionarios públicos al más alto nivel que sobreviven siempre a los avatares políticos, lo que no es nuestro caso, en el que al llegar un nuevo Gobierno se cambia hasta los funcionarios de a pie.
Ése es el mayor peligro de esta hora: que se instalen en las instituciones personajes todavía más mediocres y logreros cuando la gravedad de la situación exige, inexcusablemente, savia nueva y regeneradora que acabe con las viejas malas prácticas de antes y no propicie algunas que puedan ser aún peores.
Enrique Arias Vega