Hay piropos que uno recibe de improviso. Si, además, contienen un término que no ha oído con frecuencia el efecto de la sorpresa se potencia. Cuando lo escuché bajé la guardia de inmediato, la voz había hecho impacto en mí desbaratando mis ya de por sí débiles defensas. Más tarde leí un ensayo sobre Baudelaire de Walter Benjamin y luego Paseos por Berlín de Franz Hessel. Supe entonces con más tino el sentido profundo de lo que mi amiga dijo en público acerca de mi condición por el hecho de escribir alguna de estas notas desde la perspectiva de alguien que es un paseante cuya atención no está entrenada para buscar, sino para encontrar, para ser sorprendido. Lo que me encanta de la figura del flâneur, como señalan tanto Hessel como Benjamin, es que pasear es un arte que requiere reeducar la atención: aprender a desplazarla desde lo obvio y llamativo a lo que casi no se percibe. Flanear es leer la calle por parte de un paseante solitario que no debe ensimismarse en sus pensamientos.
Las ciudades requieren ser deambuladas repetidas veces saliendo de los circuitos turísticos. Hay que disponer de tiempo para rehacer caminos que nunca se han hecho, pero que pasados los días se configuran como itinerarios posibles. Despejar el mapa mental que uno se hace al inicio de la marcha con la evidencia de los cruces, la longitud de las calles, los puentes sobre el río, las plazoletas ajardinadas, la irregularidad de las edificaciones. Ignorar las caras que se cruzan sin desconocer la figura humana que se atraviesa: su afán, su porte, el engarce con su entorno. Aprehender la luz cuando se filtra a través de las frondosas arboledas que perfilan las avenidas o cuando juega con las nubes nerviosas en el transcurso del día. Escuchar los sonidos de las puertas, del agua de las fuentes, del tráfico que agobia, de vecinos dicharacheros que confrontan a otros que reivindican el silencio.