Leer poesía es una búsqueda. Un paciente camino hacia un descubrimiento inesperado, un fulgor fugaz, un embelesamiento. Pero la búsqueda no es un encuentro, ni el fulgor está garantizado. Tantas veces es necesario pasear con calma por tantas páginas para encontrar el momento. Y aun así vale la pena.
Uno se ha maravillado siempre con esa habilidad por explorar los límites del lenguaje, por querer decir cosas que dichas llanamente no serían lo mismo. Aunque llana puede ser también la poesía que nos las diga, siempre que tenga esa leve sazón que nos acerque al deleite.
Podría haber dicho "a la belleza", y algunos no estarían de acuerdo, porque versos que nos conmueven en lo terrible, que nos derrotan en lo maldito y que de manera consciente provocan para huir de lo que por tradición se ha considerado bello.
Estamos en el ámbito de lo subjetivo, cómo no. Las artes son subjetivas, porque en ellas pone el sujeto su marca indeleble y porque se dirigen a la vasta minoría que las observa, las escucha o, en definitiva, hace uso de ellas y reacciona según su íntimo albedrío.
Es razonable añadir que en ello puede haber grados. No es lo mismo el arte de las patatas con huevo que el de las deconstrucciones moleculares aliñadas con nitrógeno. Cada arte puede tener su gracia, y puede que no nos haga ninguna. Como una sucesión de imágenes oscuras, escritas negras sobre blanco, a las que no acertamos sentido alguno, ni le vemos pies ni cabeza.
Cuidado, sin embargo, porque la finalidad no es hallar significados, por lo menos no siempre. Eso nos enseñaron las vanguardias, a las que me resisto a desechar sin discriminación en el pozo de la historia. Sino, como decía, buscar asombros, que no tienen por qué ser racionales.
No es preciso imaginarse a un cisne deslizándose suavemente por el lago de Tuonela para llorar con la música de Sibelius. No cometamos el error de limitarnos a lo programático, a lo que nos cuente historias, porque si lo hacemos perderemos experiencias sensitivas que no pueden describirse con palabras, aunque sean palabras las que nos conduzcan por el laberinto semántico de las fulguraciones.
Pero es cierto que en todo ello hay abundantes travesías del desierto, no sólo porque lo que leamos pueda ser malo, sino también porque nos falte la inspiración del lector y la musa se haya quedado trabada, como una mosca en la telaraña de lo inefable.
Es necesaria la perseverancia, no desistir ante el primer fracaso, no desechar la primera inconexión, porque allá cerca, en el verso siguiente, puede estar ese deslumbramiento que nos paralice y, mirando sin ver, nos lleve a pensar que la dura ascensión nos ha deparado un panorama inigualable.