OPINIóN
Actualizado 14/03/2019
Antonio Costa Gómez

Cada día veo en el periódico que aparece una aplicación en el teléfono móvil para esto, para lo otro, para lo de más allá. Una aplicación para saber los horarios de los museos, otra para conocer a qué saben las uvas este año, otra para descubrir cuando se echó un pedo el conde X. Para saber a qué hora se suena la tía Hortensia, para que te avisen cuando se ha orinado la abuela. Para saber el tiempo en Singapur, para?.

¿Quién recordará tantas aplicaciones en su móvil? Necesitará un secretario y después un secretario del secretario. ¿Dónde nos meteremos nosotros? Llueven artilugios sobre nosotros como los sapos en algunas tormentas. Como diría Quevedo: érase un hombre al final de un teléfono móvil.

¿Y a eso lo llaman teléfono inteligente? A mí más bien me parece teléfono pesado, apabullante, coñazo. ¿Le llaman inteligencia a acumular datos y datos? Claro, por eso dicen también que los robots son inteligentes, cuando los robots son imbéciles absolutos. Los robots son incapaces de nada fuera de su programa. Y la inteligencia es precisamente saltarse los programas.

Pero así nos va a todos llamándole progreso a ese retroceso continuo. Nos entregamos totalmente a las máquinas y nos atrofiamos del todo. Renunciamos a la inteligencia y pervertimos su significado. Creemos que atrofiarnos cada vez más es un progreso. Como aquel que prefiere unas prótesis a sus piernas de verdad. Y preferirá unos labios de latón a los labios de su mujer. Oooooh, como progresa la técnica.

Con ese teléfono imbécil nos olvidaremos de lo principal, llamar a Pepita y decirle : te quiero. ¿Pero para qué si tanto Pepita como nosotros estaremos aplastados bajo la lluvia de aplicaciones y artilugios?

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

Imagen: Leon Spilliaert, El mareo

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