OPINIóN
Actualizado 04/03/2019
Rubén Martín Vaquero

El diez de enero de mil setecientos veinticuatro Felipe V abdicó en su primogénito Luis, de dieciséis años, hijo de su primera mujer, que fue coronado rey de España como Luis I.

Conocido como el Bien Amado, Luis había contraído matrimonio a los quince años con Luisa Isabel de Orleáns de doce, con lo que el padre dedujo que si tenía edad para casarse debería ser mayor para reinar, así que le entregó el trono, el cetro y la corona y se retiró con su desasosiego, su ansiedad y su mujer al palacio de la Granja.

Luis I de España poco o nada sabía del oficio de rey y con mano escasa lo ejerció en los doscientos veintinueve días que se sentó en el trono. Su padre desde el retiro segoviano era quien tomaba las decisiones e impedía que su heredero lo hiciese, alegando, con voz bronca, que no tenía experiencia. Mal lo llevaba el hijo y peor la joven de Orleáns que, por cierto, le gustaba pasearse desnuda por palacio.

Pero las cosas que son factibles de empeorar lo hacen y al llegar agosto de ese año Luis enfermó de viruelas. Luisa Isabel lo cuidó solícitamente con arrobas de emplastos y tanta ternura, que llegó a contagiarse de la enfermedad, pero el amor no pudo detener al oscuro jinete y el joven monarca agonizó entre sus brazos el treinta y uno de agosto, seis días después de haber cumplido diecisiete años.

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