Venía a verme con cierta asiduidad a la tienda. Rubén de Dios, torero, banderillero, un buen amigo con el que hablar de toros, de poesía, de buen cante flamenco. Vamos, que me daba donde me dolía y por eso enganchábamos perfectamente. Rubén era (lo difícil que se hace hablar de ti en pasado) de esas personas cuya energía empalma con la tuya a la primera, y la amistad nace, y se alimenta, y se perpetúa, aun no siendo necesaria la constante visual de la persona. Yo tengo amigos a los que veo de año en año y son amigos del alma. No sé si me entienden. Creo que sí. A ustedes también les pasa.
Rubén de Dios era un tipo apasionado del toro, del cante, de la poesía. Venía a mis recitales, era muy fan mío. Un día no pudo más y se subió al pequeño escenario del Savor (¡cuánto echamos de menos ese local los poetas!) para recitar a dúo un poema de Lorca o de Benítez Carrasco, no recuerdo bien. Nuestra amistad viene de lejos, de mis lejanos albedríos taurinos. Fui a su boda, una boda pronto fallida y me hablaba esperanzado con frecuencia de su hijo, como tantos otros hijos, de incierto futuro.
"Toño, tienes que ir a Méjico a ver toros en la Monumental, aquello es impresionante", me recalcaba, cada vez que sacaba a colación sus viajes a aquel país.
En fin, no sabía que estabas mal Rubén, de hecho tu aspecto la última vez que te vi, era bastante saludable. Y de repente me dicen que te has muerto. Con Ciudad Rodrigo en plenos Carnavales. La de veces que tú los viviste vestido de corto, ante el toro.
Estos días con especial intensidad (y siempre) pensaré en la fortuna de haberte conocido y l me pesará duro la pena de haberte perdido tan pronto. Adiós amigo.